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A la mañana siguiente y con la cabeza fría me arrepentí de mis acciones y más aún cuando al bajar a desayunar, la vi con un tono rojizo en su mejilla izquierda, donde la había golpeado.

Había preparado el desayuno pero no me miraba en absoluto, es más, evadía mis ojos y poniéndole atención, noté que los suyos estaban vidriosos y apagados.

Lucía como una muñeca de porcelana que accidentalmente había caído al piso; lucía agrietada pero no rota y pensé que dependía de mí restaurar esas grietas.

Me acerqué e intenté abrazarla, rehuyó a mi contacto y eso me entristeció; tenía su voz pastosa y espesa, dolida. Le pedí perdón una y otra vez, y ella, tras insistirle por varios minutos me dijo "déjalo así", con ese tono resignado y cansado que combinaba con su aspecto.

A fuerza mayor tuve que irme a trabajar; antes de salir miré el florero alto y delgado que habíamos comprado cuando nos mudamos juntos, ese que tenía el lirio que esperaba ser reemplazado por otro al marchitarse. Aún le quedaba un poco de vida pero me dije que esa misma noche debía llevarle uno nuevo.

La volví a enamorar con un lirio; ella preparó galletas esa noche y me enamoró aún más con azúcar.

Ver su rostro por los días siguientes se volvió para mí una tortura de remordimiento que no exterioricé pero que sí me caló hondo. Intentó tapar el inminente morado en el lado izquierdo con maquillaje y aunque lo disimulaba un poco, para cuando llegó el inicio de semana, era bastante evidente.

El inquilino volvió y fue recibido por ambos, pues llegó en la noche. Su sonrisa al saludar se tambaleó al ver la cara de mi esposa y no pudo evitar preguntar el motivo del golpe, ella dijo que se había tropezado en la cocina y se había golpeado con la puerta de un gabinete; pareció ser suficiente explicación y tras los típicos "debes aplicarte crema humectante con frecuencia" de parte de él, el tema quedó atrás.

Durante los días siguientes dejé de ver esas sonrisas que compartían en casa y llegué a pensar que quizás la primera vez me había imaginado todo. El moretón de su mejilla iba desapareciendo con cada día que pasaba y todo parecía volver a la normalidad en todos los aspectos.

Entonces un día decidió llevarle un postre de natas al inquilino.

Yo no le daba lirios a ninguna otra mujer que no fuera ella y pensaba que el compartir su azúcar era un simbolismo de amor que solo yo podía gozar pero ahí estaba él, degustando esa delicia hecha por las manos de mi esposa, de aquella pelirroja a la que había decidido darle todo en mi vida.

Discutimos cuando él no estaba; ella me gritaba con insistencia que yo armaba películas donde no había nada y que el postre le había sobrado ese día en la pastelería y que por eso decidió dárselo. Cuando le pregunté en medio de la calentura de la discusión el motivo por el que el postre llegó a sus manos y no a las mías si era lógico que la primera opción era yo, me respondió sin pensar que esperaba que yo no me enterara.

Se calló de inmediato y con la misma velocidad, mi palma abierta aterrizó en su mejilla derecha con tal fuerza que ella se tambaleó y tropezó con la alfombra, cayendo al piso.
Esta vez, a diferencia de la primera noche en que perdí el control y ella no hizo más que llorar, decidió responderme con rencor, gritándome que yo estaba loco, que no sabía lo que hacía, que me iba a demandar y un sinfín de insultos más que a fin de cuentas, en eso quedaron, en insultos.

La golpeé una vez más y me fui al piso de arriba, demasiado alterado como para seguir en su compañía. En la noche ella durmió en el sofá y escuché que le decía al inquilino que no preguntara y no se preocupara.

Al día siguiente, los acontecimientos se repitieron como la mañana luego de golpearla. Le pedí perdón y con dolor en sus ojos me pidió que lo olvidara y me hizo prometer no volverlo a hacer.

Le llevé dos lirios y nos reconciliamos.

Los días, meses y semanas siguieron pasando pero nada era normal ahora. Sentía un constante recelo por el inquilino pero por orgullo no le pedí que se fuera de mi casa, no iba a permitir que nadie pensara siquiera que lo había sacado por sentirme amenazado con que me quitara a mi mujer.

Las discusiones que terminaban en golpes no cesaron, es más, aumentaron a una por semana o tres cada dos semanas. Los lirios no alcanzaban a marchitarse antes de que tuviera que comprar uno nuevo para rogar su perdón así que en la basura terminaron muchas flores vivas a medias que se acumulaban en su recuerdo.

La situación empezaba a complicarse porque era cada vez más difícil para ella excusar u ocultar los golpes; sus compañeras le preguntaban, su jefe, a veces sus clientes y el inquilino y noté cómo todos alrededor comenzaban a mirarme distinto. Cuando las excusas de "me he caído en el baño, en la habitación, en la sala, en el bus" dejaron de ser creíbles, la vi a ella cansada. Y no era un agotamiento físico, sino mental.

Su cabello perdía brillo, estaba más delgada; sus ojos esmeralda antaño brillantes y atractivos, ahora eran opacos y frecuentemente rodeados de venitas rojas, aburridos y resentidos de tantas lágrimas que debían soportar.

En las noches la besaba con ternura; llevé otro florero a la habitación para que ella viera lirios a diario, recordándole lo mucho que la amaba. La abrazaba y esperaba que el calor de mi piel la reconfortara y le hiciera olvidar los malos ratos.

Pero aún con todo, nunca nada volvió a ser como era.

Ya no había nada de entrega en sus besos ni de cariño en sus miradas ni de chispa en la cama, todo se había esfumado y yo, estando completamente seguro de que eso se debía al inquilino, discutí más con ella para luego, y tras el estallido de insultos y golpes, llenarla de palabras bonitas y promesas coloridas.

Me perdonó cada vez por más de seis meses en que los gastos míos por comprar lirios y los suyos por comprar maquillaje para cubrir sus heridas, igualaba el costo de otras obligaciones como la comida diaria.

Yo la adoraba de tal manera que no imaginaba vivir sin ella y la conquistaba cada que podía, le pedía de todo corazón que dejara de hacerme golpearla, que yo no deseaba verla sufriendo pero que ella lo provocaba. Nuestro matrimonio iba en pique y era su culpa por no ser la esposa que fue recién nos casamos.

Una noche tranquila en que mirábamos una película entrepiernados en la cama, le saqué el tema de los hijos; su trabajo había mejorado y el mío también. Le dije que ya era posible, al fin, pensar en la idea de crear familia, de sacar al inquilino de la habitación y comprar cuna, pañales y pintar las paredes de verde.

Estaba seguro de que todos nuestros problemas acabarían cuando ese joven se fuera y solo quedáramos los dos y si a eso le sumábamos un bebé en camino, nuestro matrimonio sería perfecto.

Esa noche pareció entusiasmada con la idea y me sentí pleno y feliz.

La felicidad me duró menos de veinticuatro horas.

A la tarde siguiente, al llegar a casa del trabajo, la soledad en la casa era mayor, el eco parecía gritarme lo que había sucedido y al ver nuestro armario solo ocupado con mis cosas, me di cuenta de la realidad: se había ido de la casa.

A la tarde siguiente, al llegar a casa del trabajo, la soledad en la casa era mayor, el eco parecía gritarme lo que había sucedido y al ver nuestro armario solo ocupado con mis cosas, me di cuenta de la realidad: se había ido de la casa

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Delirio de amor  •TERMINADA•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora