El giro urbano

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Adiós muchachos, compañeros de mi vida,
Barra querida de aquellos tiempos.
Me toca a mí hoy emprender la retirada
Debo alejarme de mi buena muchachada.

Esos versos sonaban en mi cabeza. Sonaban y sonaban porque sabía que pronto me iría. Mi querida hermana y el taimado de Fermín estaban en la finca. Que, creo yo, no les he dicho cuál era el nombre de esa finca: La Bella. Era una forma de decir que la finquita era linda. Aunque todos sabíamos muy en el fondo que la vida áspera era lo único que guardaba ese bello lugar. Gardel en su tango, que les digo que oía, habla de una "muchachada". Bueno, mi muchachada era mi familia y mi mulita.

Cuánto voy a extrañar la rutina y la costumbre; pero el punto estaba en pasar de la costumbre a el mundo moderno. Donde las conjugaciones o trabalenguas que se inventaban con la palabra moderno no significara engaño. Tierra mía, por favor acógeme en tus calles.

Bueno, después de intentar entender a mi hermano, y decir a grandes rasgos mi vida campesina, es tiempo de contar mi cambio a la ciudad. Y todo inicia, como cualquier cosa importante de la vida de uno (fuera de la familia y el trabajo; y Dios), con una "buena muchacha". Aquella que llama al sentimiento, al querer de formar su propia casa. Extraño esa sensación. Y quizás este capítulo quede un poco "romanticista", pero cuánto la quise.

Señores y señoritas, ya lo dice Gardel en el mismo tango:
Y de mi noviecita, que tanto idolatré.
Se acuerdan que era hermosa, más linda que una diosa,
Y que brioso de amor, le di mi corazón.

En El Cairo, me parecía linda una hija de una doña que vivía al otro lado del pueblo. Le decía Linda, aunque no era su nombre, ella era linda. Tenía dos luceros por ojos; tenía un aroma distinto. Y su voz no era el ruido de la ciudad y la plazoleta, y relajaba más que el silencio del campo.

Contar una historia de (des)amor es difícil. Es difícil para un campesino urbano como yo intentar separar lo malo y lo bueno de aquella muchacha. Lo que sí me ha enseñado Medellín es que no todo es igual como en el campo. Hay disparidades entre barrios, gente y hablado. Entonces, como mi historia con Linda, no todo puede ser igual. Así es mi mundo: lleno de cosas distintas.

Lo único constante fue mi devoción a esa muchacha. El primer beso que le di, que de paso era el primer beso que daba, en la plazoleta, después de haber "salido". Y es que, otra cosa, aquí las salidas son distintas a las del campo. Allí las salidas eran cada cuatro o cinco o seis meses; dependiendo de cuándo era la próxima fiesta del pueblo. No habían billares o teatros.

Los antioqueños citadinos habían desarrollado formas distintas para sacar a las muchachas. Muchachas, música y trago. Cosas primordiales para muchos de esta ciudad. Teatros, cantinas, un mundo de entretenimiento. Locos todos por ganarle a la rutina que les dicta cómo vivir.

En el campo rebelarse era cosa delicada. Hagan de cuenta que la Costumbre es un muchacho alegre y cantor en la ciudad, que solo habla para aparecer en los poemas de José Asunción Silva. En el campo, la Costumbre es un hombre robusto, con machete y escopeta, sentado en una montaña; vigilando que todo siga igual. Y el Estado intenta mantener esa costumbre en el campo.

En Bogotá había un tipo muy famoso, que mientras yo estaba en la escuela, él estaba escribiendo un libro o mejor dicho un informe sobre una masacre, que la llamaron La Masacre de las Bananeras. Ahí verán que la Costumbre del campo tiene formas distintas de disparar su escopeta. Esta vez disparó por mano del Estado. Pero también a mí me llegó el golpe de aquel ser que vigila el campo desde su montaña.

Intenté cambiar la costumbre de la vida campesina: intenté conseguir pareja. Pero en el campo uno trabaja o tiene familia que trabaja por o con uno. Yo quería que mi pareja solo se preocupara por su belleza. Sin embargo tal acción demanda más que café y marranos, que es lo que da La Bella. Linda, como toda una hija de una doña, fue educada (casi amaestrada) para ser ama de casa: cocinar, limpiar y procrear. De lo último no me quejo. Pero yo creía en que yo podía mantener todo bajo mi espalda. Así que me encaramé toda la carga en mis hombros... y casi se me rompen del peso.

La Costumbre me había vencido. La vida en el campo estaba configurada ya para que sean dos: el que sale y la que se queda. Cada uno con su papel. Nadie lo decía pero todos conocían ese ordenamiento. Las familias funcionaban igual: censurar al menor y educarlo en aquella costumbre. No se podía amar más que así: conseguir una buena muchacha para dejarla en la casa mientras uno estaba en la marcha. Por eso es una historia de (des)amor: no pude amar como quería, y casi empiezo a amar como se debía.

Del Costumbrismo a la Modernidad ColombianaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora