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John Matthew fundó Ky-Ler al heredar una considerable fortuna de su padrino. Había nacido como un pequeño negocio de electrónica y la clave con la que dio él, la que le ayudó a llegar al éxito, fue la idea de comercializar productos ecológicos, en la medida de lo posible,  y formas de energía alternativas. El logotipo era un tiburón con la antena de un robot.

Con la obertura de la primera sucursal, se agenció un pequeño despacho y, ya de paso, abrió un pequeño laboratorio para el que contrató a un doctor en robótica sostenible para que siguiese investigando. En diez años consiguió llevar Ky-Ler al top tres de las empresas de electrónica con más demanda en el mercado, la primera de productos ecofriendly. Y el CIMK, Centro de Investigación Metropolitano de Ky-Ler, se había convertido en el parque tecnológico con más inversión y capital cultural de todos los Estados Unidos. Se encontraba en el mismísimo centro de la metrópoli de Nueva York, a dos manzanas del Empire State.

Charlie nunca se había encontrado allí, pese a saber que aquello, algún día, sería la fuente de su vida y fortuna. Subió por el ascensor de cristal, viendo pasar a sus lados cientos de personas ocupadas en quehaceres que desconocía. Aquello le provocó nauseas y, a la vez, una oleada de renovado respeto por su difunto padre. Él, en ese preciso instante, no aspiraba ni a ser capaz de coordinar ni una décima parte de lo que sucedía allí, ya ni hablemos de lo que se llevaba a cabo en todas las sucursales esparcidas por todo el mundo con las que contaba Ky-Ler.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, esperaban dos personas. Una mujer joven y atractiva de vestido ceñido y un anciano asiático, de estatura baja, bata blanca y placa identificadora. En ella, decía: Dr. Yazawa Akiyama.

Charlie no se había interesado nunca por la empresa y, sin embargo, sabía quién era el doctor Yazawa. Era el primer ingeniero con el que contó Ky-Ler, el autor de la mayoría de descubrimientos que la empresa había llevado a cabo y, tal vez, el único amigo verdadero de John Matthew. Al verle, hizo una inclinación, siguiendo las costumbres de su cultura.

-Joven señor, lamento su perdida- dijo, tendiéndole la mano-. Estaba deseoso de conocerlo.

-Y yo soy Mary, la secretaria de su padre- la mujer se inclinó para darle dos besos en las mejillas, dejando el escote al descubierto en el proceso-. Ahora me encargaré de organizar tus tareas, si así lo deseas.

Se encontraban en la planta más alta. Le condujeron, por un pasadizo, hasta la puerta del fondo, en la que se encontraba una placa dorada: Lord Matthew, decía. Charlie quedó extrañado al leerlo.

- ¿Lord Matthew? -preguntó.

-Así le llamábamos los cercanos- contestó el doctor Yazawa-. Una de sus múltiples excentricidades. Uno era doctor, el otro don, así que él debía ser lord.

Sin saber bien a que se estaba refiriendo, permaneció mirándole en silencio. Tal vez aquel hombrecito anciano y excéntrico era la primera persona que lamentaba, realmente, la pérdida de John Matthew. Charlie se preguntó realmente hasta que punto su padre había sido un buen amigo, teniendo en cuenta que nunca había visto aquel hombre invitado a cenar.

-Mejor entremos- dijo el doctor Yazawa tras algunos segundos de silencio.

Introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. El despacho de John Matthew era una habitación inmensa. Dos de las paredes, que hacían esquina, eran tan solo amplias extensiones de cristal a través de las cuales podía contemplarse el cielo, los rascacielos de la gran manzana y la caída libre hasta los coches que circulaban con constancia. Contaba con una gran mesa de caoba pulida plagada de papeles por ordenar, ordenador y teléfono y centenares de etiquetas que recordaban las tareas por hacer; en resumen, asuntos pendientes. También tenía una pequeña nevera, una gran estantería cubierta de volúmenes y butacas forradas de cuero.

La leyenda del cuervoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora