Capítulo 8: Algo se muere en el alma...

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Capítulo 8: Algo se muere en el alma...

Rabadán no se lo podía creer: ¡se estaba cayendo del barco en marcha! Durante tres interminables segundos, que le parecieron tres horas, notó cómo la brisa marina le azotaba la cara, las manos, el cuerpo, su magro cuerpo de setenta años de edad que caía libremente dando vueltas alrededor de un punto indeterminado de su cintura, hasta que finalmente tocó el mar a una velocidad de más de cien kilómetros por hora, aunque a él le pareció una secuencia interminable: primero los pies, luego las rodillas, las piernas, la cintura, el pecho..., Rabadán cogió aire, hinchó su pecho con el gas de la vida, el aire que había respirado tantos años, pues sabía que era la última vez podría hacerlo. Su cabeza tocó el agua y se hundió, y por último sus brazos y manos, como dos apéndices inútiles de su cuerpo cansado y demasiado gastado para luchar por la vida en un medio tan hostil, también abandonaron el elemento gaseoso y se incrustaron en el líquido. ¿Para siempre?

El cuerpo septuagenario se había clavado en el Mar Mediterráneo en un punto equidistante de África y Europa. Debido a la violencia del choque con el agua, Rabadán no sintió frío, sino calor, mucho calor. Y luego paz. Notó que su velocidad descendente iba disminuyendo con mucha rapidez hasta detenerse del todo. ¿Había llegado al fondo? Nunca en su vida había estado tan abajo. ¿A cuántos metros estaría por debajo de la superficie? No lo sabía. Nunca lo sabría. Retuvo el aire en sus pulmones todo el tiempo que pudo, pero le dolían. Y tuvo que dejarlo salir, poco a poco. Notaba que ahora subía. Se ayudó con los brazos y las piernas. Nunca había sido un gran nadador,pero no tenia otra opción. Tras varios minutos interminables, consiguió salir a la superficie. Ya era hora..., volvió a llenar sus maltratados pulmones de aire con avaricia, con gula, con frenesí. Poco a poco se fue serenando, y pudo respirar más tranquilo.

A trescientos metros veía el enorme crucero que acababa de abandonar, alejándose con buena marcha. Nadie se había dado cuenta de que se había caído. El desconsuelo del hombre fue mayúsculo: con aquel navío salía de su vida la civilización. Allí quedaba él, solo, frente a las fuerzas de la naturaleza. Con un cuerpo débil y cansado esperando ya sólo el golpe final de la muerte. Recordó que en el mar no se sobrevive mucho debido a la hipotermia. Sus ropas estaban mojadas y le pesaban. Traban de su cuerpo hacia abajo. Y estaban frías. Como pudo, se desnudó. Si iba a ser pasto de los peces, les daría facilidades. Y entonces lo vio de nuevo. Vio ese objeto dorado en mitad del mar. Estaba a unos cincuenta metros de él. Nadó hacia él. Ya que iba a morir, satisfaría su curiosidad por lo menos. ¿Sería una sirena? ¿Sería un pez? ¿El pez que le devoraría? Pronto saldaría de dudas. Sabría por qué iba a morir.

Allí arriba Selene seguía siendo la Reina de la Noche. Ella ni sufría ni gozaba: seguía su camino silenciosa, como había hecho desde hacía miles de millones de vidas. ¿Sería verdad lo que Pilar le había dicho?, se preguntó mientras nadaba hacia su particular Eldorado.

Y llegó hasta él, y lo tocó, lo palpó, y se subió encima de él. Se trataba de una tabla de madera, desprendida de algún barco, o resto de algún naufragio, de forma cuadrada, de unos cinco metros de lado, y flotando sobre el mar e hinchada de agua remedaba el efecto de un espejo al reflejar la dorada luz de la Luna, y con cada movimiento de las olas enviaba ese reflejo en una y otra dirección, de modo que había causado la ilusión en el entendimiento de Rabadán de que alguien le enviaba un mensaje desde el Reino de Poseidón.

Sin otra posibilidad mejor, Rabadán se tumbó sobre esa tabla boca arriba. Casi totalmente desnudo, con los brazos y las piernas abiertos en forma de equis, derrotado por los acontecimientos del día, y sabiendo que al día siguiente moriría de sed o de insolación, o quizá comido por algún clemente tiburón, se quedó profundamente dormido.

Cuando iba cayendo en ese dulce estado de sueño del que, con un poco de suerte, nunca despertaría, Rabadán recordó los momentos agradables de su vida; los que había pasado con sus esposas, con sus hijos, con sus padres. Y recordó de nuevo las sabias palabras y seductoras teorías de Pilar. Porque él iba a morir ya. A pesar de no querer morir todavía. Era consciente de que toda su vida había sido el prólogo de lo que vendría a continuación. ¿El convite al tiburón que le iba a despachar? Probablemente. O a otra vida plena y rica como la que había tenido. O mucho más. O quizá no. Quizá fuera ya la estación terminal para él. Quizá ya había conseguido todos los objetivos que los espíritus deben conseguir en estas vidas, y ya pueden pasar al estadio siguiente, en el que pueden evolucionar siendo espíritus puros. O quizá todo eso del espíritu no es más que una inmensa paja mental. Rabadán moría siendo pura duda.

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