El amor es cruel

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Vagué sin destino durante horas sin importarme humanos, guardianes, grandes predadores ni ninguna otra desdichada criatura. Me limité a caminar, sola, sin saber dónde ir. Ni siquiera sabía qué debía hacer.

¿Regresar a casa? ¿Esperar a Christian? ¿Fingir que no había ocurrido nada? ¿Llamar a la policía? ¡No podía hacer nada de eso! ¡Ese chico había muerto! ¡Y yo tenía parte de culpa! ¿Qué narices podía hacer?

Estaba aterrada. Sí, claro que yo sabía lo que Christian era desde el primer momento. ¡Me lo había recordado constantemente! Él y el resto del mundo ¡Pero hay una diferencia abismal entre las palabras y los hechos! ¡Le había matado!

De pronto todas las fotos que Jerome me había mostrado se acumulaban en mi interior y sentí la realidad como un enorme peso que no era capaz de soportar. No había sido solo él, no, había habido cientos, miles, de corazones desgarrados por Christian, de gente torturada, de sufrimiento.

Le amaba, juro por encima de cualquier cosa en este mundo que yo lo amaba, que cada miserable milímetro de mi corazón le pertenecía, pero a veces el amor no es suficiente. Ni lo que yo sentía ni lo que él pudiese sentir por mí le cambiarían. Él jamás dejaría de ser lo que era: una máquina de matar, despiadada, cruel y demoledora y, aunque hubiera intentado negarlo todo este tiempo, ignorarlo me convertía en igual de culpable de sus actos.

De pronto, por primera vez en todo ese tiempo, me hice una pregunta. ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar?

¿Cuál era el límite? ¿Soportaría toda la eternidad contemplando cómo continuaba matando frente a mí? No, y jamás iba a cambiar a Christian. Nunca. Elora tenía razón, yo no era suficiente para él, no lo suficientemente buena para cambiarlo... ni lo bastante cruel para soportarlo. Y, ahora, en ese momento, sentí que ya no había marcha atrás.

Era como si todo este tiempo mis ojos hubiesen estado ocultos con una de esas vendas adhesivas y ahora alguien me la hubiera quitado sin ninguna delicadeza. Había estado contemplando la realidad sin verla, creyendo la imagen que a duras penas podía distinguir a través de los hilos entrelazados de ese tejido. Pero, de repente, podía verlo con claridad, y el dolor era mil veces más insoportable que el daño que me había producido liberarme de ella.

Había luchado por algo que ni siquiera tenía derecho a existir, por un sentimiento vedado y cruel. Ya no había lugar para las excusas. Jerome tenía razón; solo había una manera de detenerlo, de salvar lo que quedase de su alma.

Y eso fue como un jarro de agua fría, aunque de pronto lo entendiese. Alcé la cabeza y me encontré ante la puerta de la iglesia. La lluvia arreciaba cruel, sarcástica y dolorosa, penetrando en mi cuerpo. Miré hacia el cielo. La noche se había cerrado por completo, y no había luna.

Entré en la iglesia, aún destrozada por la pelea que había presenciado allí. Avancé sobre el polvillo de piedra y los escombros que cubrían el suelo y me dirigí a esa puerta que conducía al edificio anexado donde suponía que vivían. Todas las velas estaban apagadas y olía a humedad. El aire y la lluvia me golpearon al acercarme a la enorme cristalera rota por la que había caído Hernan, pero no me importó. Subí por aquellas escaleras y seguí el rastro de Christian hasta llegar frente a una puerta. Entré y cerré tras de mí, giré la llave, despacio y temblorosa, y me volví hacia él. Su cuerpo yacía semiconsciente encadenado a la cama, convulsionándose y vulnerable, culpa de la ausencia de la luna. Oí sus gemidos, su corazón deteniéndose lentamente. Sufría, se retorcía de dolor. Me pegué a la pared, incapaz de acercarme, y arrastré mi espalda por ella hasta quedar sentada contra la esquina, escuchándolo. Pero era demasiado. Me cubrí los oídos con fuerza y escondí la cabeza entre mis rodillas, aguardando a que sus gritos cesaran. Su corazón retumbó en mis oídos a toda velocidad, sin darnos una pequeña tregua ni a él, ni a mí. Christian gritó de tal manera que todas mis entrañas se encogieron. Apreté aún más las manos contra mis oidos y, de pronto, se detuvo. Su corazón se paró en seco y un intenso silencio sacudió la habitación. Incluso la lluvia parecía haber cesado.

Aguardé un par de minutos más y me puse en pie, pegada contra la pared, intentando coger fuerzas. Apreté la mandíbula, saqué el acero de mi cinturón y avancé hasta la cama. Su rostro estaba invadido por el dolor, jadeaba con dificultad y sus manos ya comenzaban a tirar de las ataduras.

Me detuve junto a él y grabé su imagen en mi mente. Incluso en ese estado, su belleza era arrebatadora y su perfección dolorosa.

Mi voluntad titubeó de tal manera que sentí ganas de tirarme por aquel precipicio antes siquiera que permitirme volver a pensar en lo que iba a hacer, pero me obligué a coger la empuñadura con las dos manos. El material estaba frío y mojado por la lluvia entre mis manos temblorosas. No pensé, no quise hacerlo porque, si lo hacía, si me preguntaba una sola vez qué estaba haciendo, no sería capaz de continuar.

Comencé a sollozar. No quería, no quería hacerlo. Tomé aire con dificultad, intentando serenarme, y me incliné para depositar con suavidad un beso en su pecho. Él se retorcía pero sentí que balbuceaba mi nombre.

—Te quiero —susurré.

Cerré los ojos con fuerza, alcé los brazos y, con un golpe seco, clavé el acero en su pecho, justo en su corazón.

Christian abrió los ojos de golpe, y emitió un terrible gemido de dolor. Me quedé congelada en el sitio, con mis dedos rodeando aún esa fría y sucia daga. Mis ojos ardían y mi cuerpo entero ser retorcía con fiereza. Miré la daga, que resplandecía con las pocas luces de la noche, recordándome lo que acababa de hacer. Mis manos temblaron descontroladas sobre su cuerpo. Mi mente viajó de nuevo a ese horrible sueño y no pude soportarlo. No podía, no podía hacerlo. Arranqué el acero de su cuerpo, lo lancé al suelo y cubrí la herida con mis manos en un intento de que así sanara.

—Lo siento —balbuceé sin voz.

—Lena... —su voz apenas fue audible.

—Lo siento, lo siento, lo siento...

Pegué mi cabeza contra su pecho sollozando y a la espera de que sus latidos regresaran, como si necesitase eso para asegurarme que él seguía vivo, y me quedé, contemplando a través de la ventana, cómo pasaba la noche hasta que llegó el día y, con él, el primer latido.

Me pilló tan desprevenida y penetró de tal manera en mi cuerpo que me asusté. Me sacó de forma brutal de mi ensimismamiento. A continuación, el segundo, y luego, el tercero. Sus latidos comenzaron a invadir el espacio, cada vez más y más rápido. Entonces, sentí algo húmedo contra mi piel. Miré mis manos, tiñéndose de sangre y me aparté de él, asustada. Cuando levanté la vista hacia él, me encontré con sus ojos, clavados dolorosamente en los míos.

Me levanté de un salto y me aparté todo cuanto pude de esa cama. Desde ahí, la escena era aún peor. La sangre cubría gran parte de su ropa, y ahora que su corazón volvía a latir, todo empeoraba.

—Christian...

—Desátame —su voz era ronca y ahogada, y sonaba a súplica.

—No puedo —sollocé

—Hazlo, para que pueda terminar lo que has empezado.

—Christian... —repetí. Estaba segura de que estaba al borde de las lágrimas.

En ese momento, escuché que alguien se acercaba. Le dirigí una última mirada y salí de allí, saltando desde la ventana. Desgraciadamente, no daba al precipicio.

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Trilogía Éxodo (Éxodo, Revelación y Jueces)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora