Cuando las señoras se levantaron de la mesa después de comer, Elizabeth corrió al cuarto de su hermana, viéndola bien arropada la bajó al salón. Sus amigas la recibieron con grandes muestras de placer. Nunca le habían parecido a Elizabeth tan cariñosas como durante la hora que estuvieron las mujeres solas, hasta que aparecieron los caballeros. Eran unas magníficas conversadoras, capaces de detallar con exactitud una reunión, de referir una anécdota con gracia y de hacer frases ingeniosas a costa de sus relaciones.
Cuando se presentaron los caballeros pasó Jean a segundo término. La mirada de la señorita Bingley se volvió hacia Darcy apenas entró y quiso dercirle algo, pero Darcy fue directamente hacia la señorita Bennet y la felicitó cortésmente; el señor Hurst le hizo una pequeña inclinación y le dijo que se alegraba mucho; la efusión y el calor que quedaron para el saludo de Bingley. Se mostró rebosante de satisfacción y de atenciones. Empleó la primera media hora en avivar el fuego para que no le afectara el cambio de habitación; la hizo mudarse al otro lado de la chimenea para que estuviera lo más lejos posible de la puerta. Se sentó luego a su lado y apenas dirigió la palabra a los demás. Elizabeth, que estaba haciendo labor en el ángulo opuesto, observaba todo aquello con gran satisfacción.
Después del té, mencionó el señor Hurst a su cuñada la mesa de juego, pero sin resultado. Se había informado aquélla de que el señor Darcy no deseaba jugar, y cuando el señor Hurst hizo abiertamente su petición, ella la rechazó no menos abiertamente. Le aseguró que él era el único que deseaba jugar, y el silencio de los concurrentes pareció darle la razón. No le quedó al señor Hurst otro recurso que tumbarse en un sofá y dormirse. Darcy cogió un libro y la señorita Bingley hizo lo mismo; la señora Hurst, entretenida en juguetear con sus pulseras y anillos, intervenía, de cuando en cuando, en la conversación de su hermana y de la señorita Bennet.
La señorita Bingley estaba tan atenta a la marcha de la lectura de Darcy como a su propio libro; tan pronto hacía una pregunta como miraba la página en que él iba. Pero no consiguió que trabara conversación; se limitaba a contestar y seguía leyendo. Al fin, fatigada de no encontrar distracción en la lectura de su libro -que era el tomo segundo de la obra de la cual Darcy leía el primero-, bostezó ruidosamente y dijo:
-¡Qué manera más agradable de pasar una velada! No existe, después de todo, placer como el de la lectura. Cualquier cosa hastía antes que un libro. Sufriré mucho si, cuando tenga casa mía, no poseo una buena biblioteca.
Nadie le contestó. Boztezó entonces otra vez, dejó a un lado el libro y paseó su mirada por el cuarto, buscando en qué distraerse. Oyendo que su hermano hablaba a la señorita Bennet de dar un baile, se volvió hacia él y le dijo:
-Pero bueno, Charles, eso de dar un baile en Netherfield, ¿Va en serio? Te aconsejaría que antes de resolver consultaras los deseos de los aquí presentes. Me temo que un baile sería más bien un castigo que una diversión para algunos.
-Si hablas de Darcy -contestó el hermano-, puede, si gusta irse a la cama antes de que empiece. Lo del baile es cosa decidida; en cuanto tengo Nichols suficiente provisión de ropa blanca, enviaré las invitaciones.
-Yo me divertiría muchísimo más en los bailes -dijo ella-, si se organizaran de otra manera. Tal como hoy lo están resultan insoportables y aburridos. Si en lugar de bailar se incluyera en el programa la conversación, sería menos absurda la fiesta.
-Estoy conforme contigo, querida Caroline, pero me imagino que entonces la fiesta sería cualquier cosa menos un baile.
La señorita Bingley no contestó; al poco rato se puso de pie y echó a pasear por el cuarto. Tenía figura elegante y caminaba muy bien..., pero Darcy, que constituía el blanco de toda aquella maniobra, estaba embargado en el estudio. La exacerbación de sus sentimientos la llevó a intentar un esfuerzo desesperado; se volvió hacia Elizabeth y le dijo:
