Capítulo 1

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El aroma del café suponía un gran deleite para Maya. El humo ascendía lentamente en dirección a la ventana, cubierta de vaho y salpicada de una multitud de gotas que la lluvia había dejado caer durante la noche.

A Maya nunca le había gustado el café, pero, como casi todas las personas, se tuvo que acostumbrar a su sabor cuando se hizo adulta. A sus veintiséis años, no podía vivir sin esta bebida. De hecho, ella necesitaba el café de la misma manera que necesitaba respirar. Desde que tenía uso de razón, tenía insomnio. Conciliar el sueño era un gran esfuerzo para ella, y solía despertarse en mitad de la noche, por lo que nunca dormía demasiado. Y por esa razón el café que se tomaba todas las mañanas era una recompensa para ella, era su garantía para mantenerse despierta durante todo el día.

La joven miró por la ventana de su pequeño apartamento, que daba a una pequeña callejuela de Madrid, a solo unas pocas manzanas de la Gran Vía. Maya llevaba ocho años en la ciudad, se mudó para estudiar fotografía, y aún no se había acostumbrado al ruido ni a la gran cantidad de gente que la habitaba. Pero, a pesar de todo, le había cogido cariño. Siempre había sido una chica de pueblo, pero aquella ciudad tenía algo especial, algo mágico que había logrado conquistarla.

Ahora, en Navidad, las masas de turistas eran bastante más numerosas que durante el resto del año (a excepción del verano). Las luces navideñas guiaban a los extranjeros que vagaban perdidos por las calles de la gran ciudad, y parecía que los vehículos no lograrían avanzar ni un centímetro en todo el día. Al menos, eso es lo que parecía desde la ventana de la habitación de Maya.

Vivía sola desde hace un par de años, cuando su compañera de piso, Teresa, encontró un trabajo estable en Sevilla, y se mudó allí. Maya no podía permitirse pagar aquel piso compartido por sí misma, así que se buscó uno más pequeño y barato. Y la verdad es que no andaba muy bien en cuanto a dinero se refiere. Era fotógrafa, y como casi todos los fotógrafos de a pie, no ganaba demasiado dinero. Trabajaba en bodas y eventos, e incluso tenía una página web donde publicaba fotografías artísticas realizadas por ella para luego venderlas. Durante su corto período de independencia, ya había tenido que pedir tres préstamos al banco, de los cuales le quedaban dos por pagar.

Maya miró la hora en el viejo reloj de pared que le había regalado su madre cuando se mudó a Madrid. Eran las 16:07. Debería haber salido a las cuatro en punto, pero se había entretenido más de la cuenta preparando la maleta y cocinando la pechuga de pavo que acababa de comer.

Observó su casa antes de salir, y, tras soltar un largo suspiro, cerró la puerta.

Bajó en ascensor hasta la planta baja, donde se encontraba Madhur, el portero indio que custodiaba el edificio durante el día. Era un hombre agradable y educado, de aspecto cuidado y correcto, con la barba afeitada a la perfección y el cabello peinado con gran cantidad de gomina.

—¿Se va de viaje? —preguntó con un claro acento indio.

Maya asintió con una leve sonrisa.

—Así es, voy a mi pueblo a ver a mi madre.

—Muy bien —el portero se fijó en la enorme maleta que la chica cargaba, por lo que no dudó en ofrecerle una mano—. ¿Necesitas ayuda?

Le ayudó a llevar la maleta hasta el coche, aparcado fuera, no muy lejos de su casa. Era un coche antiguo, de 1990, un Volkswagen gris algo oxidado y que necesitaba una limpieza urgente. Lo había comprado de segunda mano cuando llegó a Madrid. A pesar de que en la ciudad el transporte público era muy accesible, Maya lo odiaba, y por eso decidió que un coche era la mejor opción.

Se despidió de Madhur y se metió en el coche. Ajustó el espejo, lo cual le dio unos pocos segundos para contemplar su imagen. Su aspecto cansado no le había abandonado, incluso sus ojeras parecían más grandes que de costumbre. Sus ojos pardos, casi verdosos, transmitían una expresión seria y neutra a su rostro. Los ojos era lo único que había heredado de su padre, que perdió la vida poco después de que Maya llegara al mundo, en un accidente de tráfico mientras iba a trabajar. El resto se lo debía a su madre: el pelo castaño, largo y ondulado; los labios finos y rectos; la nariz chata y redondeada y un escuadrón de pecas inundando sus mejillas delgadas.

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