Perfección de mujer - Comedia

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Este es un relato que realicé por el Día de la Mujer.


PERFECCIÓN DE MUJER


Miguelina era una mujer oficiosa, dedicada a su casa y a su familia. Le gustaba la limpieza, el orden y la belleza. Era muy detallista, atendía cada aspecto como si fuera un universo único y con vida propia.

Su familia, en ocasiones, no aprobaba sus obsesiones, pero con tal de verla entretenida con cualquier cosa que no fuera las vidas de ellos, la dejaban en paz.

Cierto día, a Miguelina le dio por cambiar las cortinas de la sala. Ya lo había hecho con la tapicería de los muebles, con los manteles y mantelillos que adornaban las mesas y repisas, con el color de las flores que llenaban de vida el hogar y hasta con la jaula del loro, que ahora era de un dorado tan brillante como las bolas de vidrio halladas dentro de un jarrón del mismo material ubicado sobre la mesa de centro.

Todo armonizaba a la perfección, pensado en ofrecer calidez durante las noches frías y frescura en las horas de calor.

Ese día trabajó con afán. Después de instalar ella misma las enormes cortinas de terciopelo burdeos con borlas doradas, buscó con agudeza clínica las motas de polvo que podían haber quedado en los alrededores, para eliminarlas. Al llegar la tarde, y luego de asearse, se paró en medio de la sala para repasar con orgullo el lugar, satisfecha por lo que había logrado.

—¿Vamos a ir al mercado, mujer? —preguntó con irritación Saúl, su marido, que había esperado con paciencia a que ella terminara la limpieza para ir a comprar los víveres de la semana—. En un par de horas inicia el partido de futbol, así que apúrate —la apremió y salió con su ceño fruncido al exterior para preparar el auto.

Miguelina corrió a su habitación, ajustó su impecable moño, evaluó el estado del vestido que acababa de ponerse y se cubrió la piel con perfume antes de seguir a su esposo. Con sonrisa vanidosa dio una última mirada a la sala mientras salía.

Adentro, el hogar había quedado en completo silencio. Hasta el loro había decidido aprovechar la calma para echar una siestecita.

No obstante, el sonido de algo que se frotaba con suavidad provocó que el animal abriera los ojos y se pusiera en alerta. Su agudo oído enseguida descubrió la causa de la anomalía: la barra que sostenía a una de las nuevas y pesadas cortinas, no había sido bien ajustada a su soporte.

Por primera vez, en cuarenta y nueve años, la perfección de Miguelina sufría un traspié.

El peso de la tela hizo que la barra se inclinara hacia abajo, dando posibilidad a la cortina de salirse y caer al suelo, tropezando al jarrón ubicado junto a la ventana. La vasija golpeó a la mesa de centro antes de hacerse añicos y con el movimiento tumbó el recipiente de vidrio que contenía las bolas de cristal. Estas se esparcieron por toda la sala.

La más grande rodó hasta estrellarse contra el delgado pedestal que sostenía a la jaula del loro. La agitación ocasionada alteró al animal que comenzó a batir sus alas con nerviosismo, provocando que la jaula perdiera el equilibrio y se fuera directo al piso.

Con el impacto, la portezuela se abrió. El ave, asustada, escapó ansiosa de su celda y voló por la oscura habitación emitiendo chillidos. En su vuelo frenético se precipitó contra las paredes, derribó cuadros y adornos, se llevó por delante las dos lámparas de mesa que habían sido un regalo de bodas y la colección de gatos de cerámica ubicados sobre una repisa (recuerdo del viaje que Miguelina y su esposo habían hecho a China una década atrás).

En menos de dos minutos el lugar quedó sumergido en el caos.

Cuando al fin el loro se calmó, ya no quedaba nada en pie. Ni siquiera se salvó la nueva tapicería de los muebles, que recibió las salpicaduras del gel amarillento que Miguelina colocaba en los jarrones para que se mantuvieran por más tiempo las flores naturales.

Una hora después, al abrirse la puerta de la entrada, Miguelina quedó en shock por unos segundos. Con ojos aterrados recorrió la habitación destruida, antes de que un grito lleno de pavor saliera de su garganta.

Su marido corrió para ver qué ocurría, al encontrarse con el desastre dejó caer al suelo las bolsas de las compras. Oteaba confuso los alrededores mientras su esposa rompía en llanto.

—¡Nos han robado! —exclamó Miguelina, logrando que su esposo reaccionara.

—¡Llamaré a la policía! —expresó el hombre y sacó del bolsillo de su pantalón el teléfono móvil que poco sabía utilizar.

Después de algunos intentos fallidos, por culpa de los temblores de su mano, Saúl logró realizar una llamada.

Minutos después Miguelina lloraba desconsolada en la cocina mientras una amable vecina le preparaba un té. Sobre la mesa se hallaba la jaula con el contrariado loro, que miraba con ojitos agrandados el extraño ajetreo.

En el porche, Saúl aguardaba con rostro angustiado a que los oficiales terminaran de evaluar la escena del crimen. Un sujeto alto, moreno y robusto, responsable del caso, salió del hogar moviendo su poblado mostacho. Escribió con rapidez unos datos en su libreta y arrancó la hoja para extendérsela al perturbado esposo de Miguelina.

—¿Qué es? —preguntó Saúl con desconcierto al recibir un papel con un número telefónico escrito en él.

—Mi cuñado repara cualquier tipo de avería —explicó impasible el oficial—, hace trabajos de albañilería, plomería y electricidad, e incluso de carpintería.

—¿Y para qué lo quiero? —inquirió confuso.

—Lo que ocurrió aquí no fue un robo —notificó el policía y clavó una mirada aburrida en Saúl, que ahora lo observaba con asombro—. Solo un desperfecto en la barra de la cortina causada por el peso de la tela —sentenció, para luego darle la espalda y dirigirse hacia la calle, donde lo esperaba el resto de sus compañeros.

Al quedar solo, el semblante de Saúl se afectó por el temor. ¿Se atrevería a decirle a Miguelina que lo ocurrido había sido por un error ocasionado por ella misma?



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