CAPÍTULO UNO: ESMIRNA

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Desde la noche veo a mis pies

caminos del hebreo

Jorge Luis Borges

(Poema James Joyce,1968)

Cuando salí de mi pueblo llevaba en la mente los dioses de mis padres y cuando regresé, tres años después, solo mi mente y corazón arropaban la fe en un Dios verdadero transmitida por un hombre de una fuerza espiritual tan contagiosa y profunda, que más nunca pude pensar en Artemisa ni en Apolo.

Mi destino, que comprendí tiempo después ya estaba escrito, se resolvió en aquella mañana cuando mi amigo de tantos años, Nereo, vino a visitarme en mi bazar lo que no hacía desde tres meses atrás, al momento de la muerte de mi querida Teresa, mi esposa, a consecuencia de una desconocida enfermedad, por lo que mi tristeza se elevaba hasta el cielo. Era ella una joven alegre, de ojos grandes azulinos y vivaces, hospedados en un rostro muy atractivo que hacía recordar su ascendencia griega. Tenía solo veinticinco años y al igual que mi amigo Nereo, habíamos crecido juntos nadando en las aguas turquesas del mar de Esmirna y explorando sus ásperas y escarpadas mesetas, en largas caminatas a caballo bajo un ardiente sol que nos dejaban casi exhaustos, para luego regresar a la densa vegetación de sus encantadores paisajes a descansar bajo sus olivares y cipreses, hurtando frutos a sus datileras o bien a los granados para calmar la sed.

Mi amigo Nereo (1), haciendo honor a su nombre, desde chico se entrenaba hacía lo que la mayoría de los jóvenes querían ser en Esmirna: marineros, navegantes, lobos de la mar, por lo que andaba de barcaza en barcaza aprendiendo todo lo que los mayores y expertos le podían enseñar sobre el difícil arte, así me parecía, de recorrer el mundo sobre un montón de maderas que, al fin y al cabo, era mi definición de barcos. Y no perdió el tiempo, pues se convirtió en dueño y señor, desde luego que también navegante, de su propia embarcación la que zarpaba en labores de comercio por toda la Anatolia y hasta mucho más allá, llegando -según me contaba- hasta las tierras del Levante Mediterráneo, a los viejos reinos de Judea y Samaria, por lo que su precoz curiosidad le permitió apropiarse de una educación autodidacta que muchos hubieran querido tener en Esmirna.

―¡Hola querido y apreciado amigo! -me gritó efusivamente al entrar a mi tienda, y ambos dimos unos pasos para encontrarnos y abrazarnos como si no nos hubiésemos visto en años, así era de grande el cariño que nos teníamos- ¡Te apuesto que ahora si me acompañarás en mi próximo viaje! Un centurión romano me ha contratado y la paga será muy buena -dijo esto continuando su efusividad, y, tomándome por los hombros, me invitó a salir:

―Vamos al ágora, tengo unos peces que están reclamando finas especies y hortalizas, y unos vinos que demandan gustos exquisitos como los nuestros ―y se echó a reír―. Y mientras llegamos, hablaremos de lo que hemos vivido en estos últimos meses- agregó.

Iniciamos la caminata hacia el mercado, una edificación imponente a la que todos los que vivíamos aquí considerábamos la más original y monumental de toda Anatolia, por sus tres pisos: uno subterráneo, el segundo que estaba al nivel de la calle, y por encima de éste había un tercer nivel sostenido por columnas. En las stoas(2) que abrigaban ese mundillo de mercaderes venidos de todas partes del mundo conocido, se podía encontrar cualquier cosa que se buscara, hasta aedos(3) y rapsodas(4) que contaban todo el pasado de la ciudad antes y después del nacimiento de Homero, el huérfano nacido en mi Esmirna, o los poemas de Aristodoma, la más excelsa poetisa de Esmirna, a quien por su arte le concedieron ciudadanía honoraria griega. Escuchábamos las versiones más variadas de la gesta de «Aquiles, el de los pies ligeros», con sus sentimientos de cólera, amistad, odio, sed de venganza, compasión, pero era el asombroso viaje de Ulises lo que más llamaba la atención a mi amigo, quien me decía, gozosamente, que ya había recorrido gran parte de ese fantástico peregrinar, pero sin encontrar sirenas ni gigantones antropófagos, y mucho menos hechiceras como Circe. Aunque no sé por qué, para mí esos relatos eran, simplemente, mojigangas para tratar de revivir esperanzas en un pueblo casi siempre usurpado bajo el yugo de un imperio. Antes, por toda clase de conquistadores, hasta Alejandro Magno; ahora, por los romanos, que según contaban aún muchos abuelos, uno de sus generales tomó Esmirna y obligó a todos los habitantes de la ciudad a desfilar desnudos en pleno invierno. Horrible humillación, sin olvidar lo ocurrido a mi padre, asesinado de manera inmisericorde, solo por ejercer su deber de oponerse al conquistador. Sin embargo, Esmirna logró convertirse en una tierra de plurinacionales y cada etnia conquistada o conquistadora siguió y sigue aportando a su progreso. Aunque existe un profundo respeto y admiración por Tiberio Cesar, el emperador romano, quizás, digo yo, porque dio permiso para construir el templo de Artemisa y otras hermosas edificaciones alrededor del monte Pagus, el más alto de la ciudad.

EL MERCADER DE ESMIRNA Y LA TÚNICA INCONSÚTIL DE JESÚSحيث تعيش القصص. اكتشف الآن