¡Me hizo daño!

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Los seres humanos tendemos a confundir ofensa con daño. Y es normal que así suceda dado que ambas cosas nos producen dolor.

Hablar de daño es sinónimo de hablar de un perjuicio, dolor o sufrimiento físico. Por ejemplo, si alguien nos da una patada y este golpe nos produce dolor, nos referiremos a que "nos hizo daño".

Por extensión, también nos referimos a que "nos hizo daño", cuando otra persona nos hace sentir menospreciados, o humillados o, digámoslo así, nos produce un dolor psicológico.

Ahora detengámonos a pensar en ello un momento. Tal vez la diferencia solo sea filosófica, pero existe y es bueno que meditemos sobre ella.

Por ejemplo, si alguien nos agrede físicamente y nos produce dolor, nosotros somos totalmente inocentes en lo que respecta al tamaño de la herida (recuerden que es una discusión filosófica y no estamos evaluando de si nos hemos merecido o no el ataque, o si hubiéramos podido defendernos, etc.). Digo que la fuerza del golpe aplicado, el lugar del golpe, etc. es completamente ajeno a nuestra decisión.

Pero en el caso de una ofensa, llamémosla agresión psicológica. La cosa cambia porque, principalmente, para definirla como tal, para definirla como una ofensa, tuvimos que participar activamente en la definición misma de la agresión, quiero decir que, si no la hubiéramos considerado ofensa, la misma no existirá, igual que el daño asociado.

También, de la misma forma, participamos en la definición del grado de la ofensa, quiero decir, ¿Cuánto nos ofendieron? ¿mucho? ¿poco?

A ver, ¿Qué estoy diciendo? Que para que la ofensa exista como tal, entra en juego mi interpretación de los hechos, mi interpretación de la realidad, es decir, mis juicios.

Somos nosotros quienes asignamos un valor a los dichos del otro. Somos nosotros los que definimos que los dichos del otro nos están causando un determinado daño.

No podemos controlar qué es lo que nos dirá el otro, pero deberíamos poder gestionar nuestra reacción, nuestra interpretación. Y no estoy hablando de ocultar o de «hacer de cuenta de que no me ha dolido».

Quiero decir que, una vez escuchada la ofensa, debo hacerme la pregunta de cuanto de ella estoy dispuesto a hacerme cargo y cuanto es enteramente problema del que está hablando.

Para ilustrarlo este razonamiento me gusta contar un viejo cuento sobre un maestro Samurái que fue insultado por un joven en la plaza del pueblo. El maestro se mantuvo impasible frente a la catarata de insultos que le dijo el muchacho y luego fue víctima de la indignación de sus aprendices que le reprocharon el no haber reaccionado frente a la ofensa. Tal como es la costumbre oriental, el maestro en vez de dar una respuesta, les devolvió una serie de preguntas para obligarlos a meditar sobre el tema.

Así habló el maestro.

—Si alguien se acerca a ti con un regalo, y tú no lo aceptas, ¿a quién pertenece el regalo? —preguntó.

—A quien intentó entregarlo, maestro —respondió uno de los discípulos.

—Pues lo mismo vale para le envidia, la rabia y los insultos —dijo el maestro—. Cuando no son aceptados, continúan perteneciendo a quien los cargaba consigo.

Me gusta este cuento porque ilumina el punto que estamos discutiendo.

Si nos dejamos avasallar por lo sucedido, nuestro juicio comienza a procesarse y, si no estamos atentos, aparecen conceptos como injusticia, impotencia y frustración estando de camino a sentir dolor. Un dolor que, aunque solo se circunscriba al ámbito psicológico "nos estará haciendo daño".

Luego aparecerá la queja, que pondrá en voz alta nuestra disconformidad con lo sucedido y señalará la injusticia y el daño.

Marco Aurelio, allá por el siglo II ya conocía la diferencia cuando enunció

"Elimina tu opinión y eliminarás la queja —me han ofendido— elimina la queja y la ofensa habrá desaparecido"

Entonces, la única forma de no caer en el resentimiento que nos manda quejarnos es no aceptar la ofensa tal y como nos enseñó el maestro Samurái.

Pongamos un ejemplo más mundano. Si alguien me llama "gordo" con el afán de humillarme, el grado de esta humillación dependerá de si yo también siento que estar gordo es humillante. Si yo no me siento gordo o si considero que estar gordo no es una característica humillante, será más fácil para mí el no validar la ofensa y, por lo tanto, no sentir el dolor que ella causa.

Esto no quiere decir que a quien intenta humillar no haya que decirle que está haciendo mal, sino que en como gestionamos nuestros juicios, tenemos un arma poderosa contra las ofensas.

Si para cuando nos agreden físicamente también deberíamos saber combatir con nuestras manos como el maestro samurái, aprendamos a defendernos también de las ofensas desde el interior de nuestros juicios.

El lenguaje puede lastimar, pero el tamaño del daño o el daño mismo dependen, y mucho, de la interpretación que hagamos de lo que se nos dice.

Las trampas del lenguajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora