El corazón de Asmar

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—Madre me pidió que me llevara a Floras y la he tenido que dejar en el prado —se excusó, saludando a sus amigos con la mano.

—¡Ven y ayúdame a coger a esta maldita rana! —pidió Hildas, un muchachito de la misma edad que Griguas, con una larga melena pelirroja y cubierto de pies a cabeza por un mar de pecas—¡¡Este bicho parece reírse de mi!! —cayó por séptima vez en el barro al intentar capturar a la pequeña criatura, la cual no parecía estar dispuesta a dejarse atrapar. Obviamente, la cara  y el pelo se le cubrieron de fango.

—¡No me extraña! ¡Que pintas llevas! —se carcajeó Heridani, al que le corrían lagrimones por las mejillas. Se agarraba el estómago dolorido de tanto reír.

Griguas se unió entre risas a la divertida persecución del anfibio saltarín, pues su amigo tenía un aspecto increíblemente cómico.

Al final, la rana salió victoriosa y los muchachos quedaron extenuados tirados en la embarrada orilla del río. Estaban cubiertos de barro de pies a cabeza, quedando casi por completo mimetizados con el terreno. Las caras eran resecas manchas marrones que comenzaban a agrietarse y en las cuales brillaban con fulgor juvenil unos chispeantes ojos. Sus largas melenas estaban revueltas y pegañosas. Si sus madres les hubieran visto de esa guisa, hubieran gritado rabiosas y los niños se hubieran ganado una buena azotaina. Afortunadamente, su lamentable imagen desaparecería con un refrescante baño.

Los chicos corrieron a la cristalina agua donde ya retozaban Alula y Heridani. Tras ocho meses de invierno, en el reino de Hungias sólo existían dos estaciones  -el invierno y el verano-, la llegada del verano representaba un gozo enorme para los niños, porque de nuevo podían jugar en el agua. Se salpicaban unos a otros, hacían competiciones o peleaban de modo amistoso, siempre con una sonrisa en los labios.

Para cuando salieron del agua, no había ni rastro de cieno en los pequeños y flacos cuerpos de Griguas e Hildas.

—¡No te acerques al barro, volverás a quedarte hecho un puerco! —advirtió Alula viendo a Hildas ir en pos de un menudo lagarto, al tiempo, preparaba una pequeña hoguera con la que los traviesos chicos secarían sus ropas.

—¡Haré lo que me dé la gana! —gruñó cabezota el niño con los pelirrojos cabellos cubiertos de nuevos pegotes de barro— A veces te pareces demasiado a una chica —protestó agazapado, dispuesto a saltar sobre el reptil.

—¡¡Eso lo serás tú!! —chilló exaltada. Llamarla chica era el peor insulto que alguien podía dirigirle.

—No le hagas caso —le aconsejó Griguas conciliador. Sostenía su sencilla túnica ante la fogata, cerca de las llamas. Estaban tan mugrientos que, al principio, hubieron de bañarse con la ropa puesta y frotarse a conciencia antes de poder desnudarse.

—Miradlo —dijo Heridani a carcajadas, señalando al pecoso amigo que, como era previsible, había caído de morros al barrizal. Su  famoso salto depredador, que tan pocas veces tenía éxito pero del cual Hildas alardeaba constantemente, había fracasado—. Yo que tú, ni me molestaba en volver al agua, total, estás más tiempo sucio que limpio. No creo que tu madre note la diferencia —siguió, desternillado aún de la risa; le encantaba chinchar a su malogrado camarada—. En realidad, diría que estás más guapo así…

El chiquillo no pudo terminar la frase, al instante tenía sobre él a Hildas y ambos se enzarzaron en una juguetona pelea, rodando entrelazados por el suelo, hechos un ovillo.

—¡No sé si estoy más guapo así pero fijo que tú me superas! —vociferó una vez concluida la refriega. Ahora los dos estaban llenos de barro.

Iban a regresar al agua cuando oyeron un grito muy potente y agudo.

—Creo que tu hermanita te llama —anunció Alula sin darle importancia. El verano pasado, tras descubrir la aprensión de la pequeña por los animalillos, ya la dejaron, varias ocasiones, en un campo cercano. Pero en cuanto se aburría, soltaba un chillido alertando a su hermano de que debía acudir a recogerla y entretenerla con juegos a su gusto, como contraprestación a aquel rato de soledad.

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⏰ Última actualización: Jul 19, 2012 ⏰

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