Jonathan, al darse cuenta, sonrió a medias y con disimulo le cambió la copa por la suya, ya vacía. Dio le devolvió una mirada de soslayo y correspondió a su sonrisa.

Jojo se sentía bien aquella noche, sereno y ligero. Estaban siendo unas navidades alegres. Más de lo habitual. Tenía que reconocer que no las disfrutaba con el mismo sabor con el que lo hiciera siendo niño, pero aquel año era capaz de apreciar cosas que antaño se le pasaban por alto. El esfuerzo del servicio por disponer la casa lo mejor posible, con ilusión y entrega; los nervios con los que su padre le había pedido consejo para escoger el traje de la cena durante la nochebuena; las conversaciones alrededor de las exuberantes mesas en las que se servían toda clase de manjares... Cuando era niño solo pensaba en los regalos y en el árbol, en jugar con la nieve y disfrutar de mayor permisividad. La madurez le había otorgado otra mirada, más profunda y menos egoísta. Ahora entendía que toda aquella magia era obra de la dedicación desinteresada de muchos, y eso era algo que aportaba una nueva belleza a las fiestas. Pronto se había visto contagiado por la mágica ilusión de la navidad, hasta el punto de encontrarse a sí mismo escogiendo la ropa con el mismo cuidado con el que lo hacía su padre, mirándose al espejo más de la cuenta y acechando con emoción a la espera de que su hermano adoptivo pasara cerca de alguna de las ramas de muérdago para robarle un beso a toda prisa, que siempre era correspondido. A veces a regañadientes, acompañado por una mirada malhumorada y en otras ocasiones con un mohín seductor, dependiendo del estado de ánimo de Dio. Este parecía más cambiante que de costumbre en los últimos días, y Jonathan creía conocer la causa.

Al contrario que a él, a Dio no le gustaba la navidad. El primer año que pasó en la mansión había mostrado una indiferencia absoluta hacia aquellas fechas. No prestó ninguna atención al árbol ni colaboró en la decoración de la casa, y aunque había agradecido los regalos y participado en todas las actividades con cortesía, por estúpidas o superficiales que fueran, para Jonathan era evidente que no significaba absolutamente nada para él. Con el paso del tiempo, Dio había aprendido a disimular mejor, pero incluso en aquel instante, mientras charlaba animadamente con Lord Ward en términos muy adultos, Jonathan se daba cuenta de que para él no era más que un mero trámite, un instante más de aburrimiento entre cosas que no entendía y personas que no le importaban.

—Ha sido un viaje fascinante —comentaba Lord Ward con su habitual cordialidad—. En París nada es como aquí. Todo es luz, color y alegría. El arte te sorprende en cada rincón, te asalta sin piedad. Las ideas fluyen, la pasión por la vida contamina el mismo aire... Hay una libertad que ni siquiera imaginamos.

—Lady Craven es parisina, ¿no es cierto? —inquirió Dio, observando a la mujer sentada al piano.

—Así es. Es una mujer muy hermosa, ¿verdad?

—Sí. Parece muy culta.

Jonathan observó a la mujer, tratando de averiguar más sobre ella. Tenía el pelo negro y los ojos verdes, que resaltaban en un rostro de rasgos finos y agradables con un toque de nobleza. Su hija Cecily era muy similar a ella, pero con los ojos más grandes y redondos y cierta aura de misterio difícil de definir.

—Lord Ward pretende casarse con ella —le había comentado su hermano después de la comida, cuando los invitados se retiraron a descansar.

—¿Eso te ha dicho?

—No, no me ha dicho nada, pero es obvio. ¿Por qué si no iba a traerla?

Jojo no entendía la relación. A pesar de lo mucho que había aprendido en los últimos meses, seguía sintiéndose torpe y un poco tonto comparado con Dio. Él siempre parecía capaz de ver y comprender cosas que a él se le escapaban por completo.

Cuando su padre invitó a Christopher Ward a cenar en la mansión durante fin de año, este le había preguntado si podía acudir con otras dos personas. George había consultado a los dos muchachos antes de darle una respuesta. No deseaba que ellos se sintieran incómodos, pues el resto de las navidades las habían pasado a solas, en la intimidad de la familia.

El fuego y la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora