10- Hermanos y hermanas

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El día preferido de Polly era el domingo, pues Will siempre cumplía con su promesa de pasarlo con ella. Aquellas mañanas, en lugar de dormir más de lo habitual, se levantaba pronto y se preparaba para recibir a su invitado, ya que Will acudía a la hora del desayuno para tener todo el día por delante. Will consideraba a su hermana la mejor y más hermosa de las chicas, y Polly, convencida de que un día encontraría a alguien mejor y más hermosa, agradecía su opinión y se esforzaba por ser digna de ella. De modo que recogía su habitación y se acicalaba para que todo estuviera lo más limpio y acogedor posible, y siempre le recibía con un rostro resplandeciente y un beso fraternal cuando llegaba caminando pesadamente, rubicundo, enérgico y radiante, con el pan y el potecito de judías que había adquirido en el comercio cercano.

A ambos les agradaban los desayunos campestres, y nada satisfacía más a Polly que ver a su hermano comer todo lo que le servía, vaciar la cafetera y recostarse satisfecho en la silla frente a la saqueada mesa. También disfrutaba cuando llegaba el momento de recoger los platos, tarea de la que siempre se ocupaba él, como solía hacerlo ya en casa. Las carcajadas que siempre acompañaban aquella representación alegraban el corazón de la señorita Mills, pues la habitación era tan pequeña y Will tan grande que parecía estar en todos lados al mismo tiempo, y Polly y Puttel debían apartar continuamente sus largos brazos y piernas. Después inspeccionaban las plantas, hacían una visita a Nick y escuchaban un poco de música para empezar el día de la mejor manera, tras lo cual, acudían a la iglesia y comían con la señorita Mills, quien consideraba a Will «un joven excelente». Si la tarde era agradable, daban un largo paseo por los puentes hasta llegar al campo o por las calles de la ciudad, en las que imperaba la tranquilidad propia de los domingos. Muchos de los viandantes con los que se cruzaban tan solo verían a un joven extraño con un rostro aniñado coronando un cuerpo esbelto y a una joven menuda, de aspecto dulce y sobriamente vestida cogidos del brazo, pero unos cuantos, los más dispuestos a ver en todas partes romances e historias interesantes, les sonreían al considerar que formaban una pareja de lo más atractiva mientras se preguntaban si serían dos jóvenes amantes o primos del campo «haciendo la ronda».

Si el día era tormentoso, se quedaban en casa, leyendo, escribiendo cartas, hablando de sus asuntos y dándose buenos consejos, pues aunque Will tenía tres años menos que Polly, desde que ingresara en la universidad no podía evitar sentirse mucho mayor que ella. Cuando anochecía, se recostaba en el sofá mientras Polly le cantaba algo, momento que apreciaba especialmente al parecerle «íntimo y doméstico». A las nueve, Polly le llenaba la maleta con la ropa limpia y perfectamente remendada, los dulces que habían sobrado del té y que podían transportarse y le daba un beso de «buenas noches», recomendándole que se cubriera el cuello al pasar sobre el puente y que se asegurara de tener siempre los pies secos y calientes cuando se fuera a la cama. Ante lo cual Will no podía evitar sonreír, agradecérselo sinceramente y desobedecerla, aunque le gustaba que lo hiciera, y se encaminaba a una nueva semana de trabajo, descansado, animado y reforzado por aquel día tranquilo y feliz junto a Polly, ya que había sido educado para creer en las influencias domésticas, y aquellos hermanos se querían con locura y no se avergonzaban de demostrarlo.

Había otra persona que disfrutaba tanto de los humildes placeres de los domingos como Polly y Will. Maud solía rogar a la joven que la dejara acudir a la hora del té, y Polly, deseosa de corresponder a los que le habían ayudado a ella, se encargaba de pasar a recoger a la niña cuando regresaban del paseo o enviaba a Will para que la acompañara en el carruaje, el cual Maud siempre conseguía reservar cuando el mal tiempo amenazaba con frustrar sus esperanzas. Tom y Fanny se reían a su costa, pero a la niña no le importaba, pues se sentía muy sola y encontraba algo en aquella pequeña habitación que su gran casa no podía ofrecerle.

Maud tenía por entonces doce años y era una niña pálida y no muy agraciada, con unos ojos penetrantes e inteligentes y una mente mucho más despierta de lo que la gente solía pensar. Estaba en esa edad incierta y poco atractiva en que nadie sabía qué hacer con ella, de modo que dejaban que se las ingeniara como buenamente pudiera, encontrando la diversión en las cosas más extrañas y pasando la mayor parte del tiempo sola, ya que no asistía a la escuela porque sus hombros se estaban encorvando ligeramente y la señora Shaw nunca «permitiría que su figura se arruinara». Aquello le venía a Maud como anillo al dedo, y siempre que su padre sacaba el tema de volver a enviarla a la escuela o de contratar a una institutriz, la niña sufría un repentino ataque de jaqueca, un dolor en la espalda o dificultades de visión. El señor Shaw solía reírse de tales aflicciones, pero le permitía continuar sus vacaciones como si nada. Nadie parecía preocuparse mucho por la poco agraciada niña de nariz respingona. Su padre estaba muy ocupado, su madre, nerviosa y enferma, Fanny, absorta en sus propios asuntos, y Tom le prestaba la misma atención que los jóvenes suelen dedicar a sus hermanas pequeñas: alguien nacido para poco más que su entretenimiento y comodidad. Maud admiraba a Tom con todo su corazón, hasta el punto de convertirse en una esclava que se contentaba con un simple «Gracias, pollito» o con que no le pellizcara la nariz o la oreja, como era su costumbre. En ocasiones le decía a Fanny, cuando algún servicio o sacrificio había sido aceptado sin recibir a cambio gratitud o respeto, que se sentía como una simple muñeca o un perro y que Tom no demostraba por ella sentimiento alguno. Tom nunca comprendió que cuando Maud le miraba con aquella expresión anhelante, no deseaba más que ser mimada como lo había hecho durante su descuidada infancia o que cuando la llamaba «Perrito» delante de la gente hería sus sentimientos de igual forma que los chicos herían los suyos cuando le llamaban «Zanahoria». A su manera, Tom se sentía orgulloso de ella, pero nunca se molestaba en demostrárselo, de modo que Maud lo reverenciaba desde la distancia, temerosa de traicionar un afecto que ningún desaire podría anular o enfriar.

Una muchacha anticuadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora