Capítulo 4

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La batalla había sido implacable, ardua

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La batalla había sido implacable, ardua. Pero finalmente, Cailean había logrado cobrarse la última vida de William, cuyo cuerpo mortal yacía inerte en el suelo, en el centro de aquel anillo pétreo, formado por tres imponentes piedras de granito rojizo. Las mismas eran titanes de cinco metros de alturas, que brotaban desde lo profundo de la tierra y se erguían rígidos, alzándose hacia lo alto, hacia el éter, llevando consigo los infinitos ruegos de los creyentes, que eternamente cantaban entre sus muros sus plegarias.

El muchacho, limpió sus manos sanguinolentas. Aquel líquido que había manado raudo, cuando él mismo le había arrancado el corazón a su adversario, era rápidamente absorbido por la tela de su chaqueta hecha girones y se entremezclaba con sus propios fluidos.

Entonces, llegó junto a Shenna, quien había salido del escondite donde estaba observando, ya que ella se había negado a permanecer lejos durante la batalla y en necedad, no había quien le ganara.

—¡Al fin ha caído el enviado del Dios de engaño! —celebró Cailean, rodeándola con sus brazos.

—Nunca mejor expresado—acordó ella, hundiendo la afilada hoja de una pequeña daga, con ahínco, en su espalda.

El sacrificio de William no sería en vano.

Antes de que Cailean hubiese hecho su confesión, ella ya era conocedora de sus mentiras.

William le había contado la auténtica historia, le había revelado su identidad y la misión que le había sido conferida por los Dioses Vanir. Él debía confrontar al emisario del Dios del engaño, mientras protegía a la elegida por la Diosa Vanir, aquella que traería la paz a esas tierras, hasta que la profecía para su vida le fuese manifestada y sus dones fueran despertados.

Shenna no debió esperar mucho para comprobar la veracidad de las palabras de William, pues esa misma noche, la revelación llegó. Oyó la voz de la Diosa Freyja, fuerte y clara, y supo lo que debía hacer.

Tenía que acabar con Cailean, que era el mismo Dios del engaño disfrazado en un cuerpo mortal, pero antes jugaría sus mismas cartas, y le tendería una trama, aprovechando aquel extraño interés que él sentía por ella.

La magia que portaba el Dios, aún en su aspecto humano, lo mantenía en pie y le suministraba las fuerzas para musitar sus últimas palabras.

—Esto es imposible—dijo el Dios del engaño, intentando analizar lo que estaba pasando—. Fueron seis las vidas entregadas por los druidas, seis las esencias depositadas en el elegido por la Diosa, al momento de nacer. Y seis las vidas que les han sido arrebatadas.

—No lo es. Sucede que ese día, ebrio con el poder que habías ganado, volviste tus ojos a la tierra sin ver. Al igual que fuiste obnubilado por tus pasiones, cuando intentaste poseer mi "corazón mundano" y no viste más allá del velo de mi encanto.

—¡Eres una escogida de los Vanir también!—inquirió el Dios del engaño, haciendo la conexión finalmente—¿Pero, cómo?

—Lo soy, pero no cualquiera. Soy la hija de Freyja— respondió ella, y el ladino Dios entendió por qué había actuado tan equívocamente con ella. Siempre había sentido una gran fascinación por la gracia de aquella Diosa, misma que portaba su descendencia—. Y respecto a tu pregunta, una de las druidas era una mujer y estaba encinta al momento de hacer el sacrificio. Yo llevo la séptima esencia, la del niño no nato—añadió, y acto seguido desenterró la hoja del puñal, mientras una nube de cenizas enfilaban a un cielo, ahora totalmente despejado, donde los grandes dioses de Æsir lo estaban aguardando para castigarlo por la vileza de sus actos.        

        

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