Una punzada de celos

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—¿En dónde querés que ponga los trípodes y los cables? —preguntó Darren, mientras miraba el caos del estudio de Jaime al final del día

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—¿En dónde querés que ponga los trípodes y los cables? —preguntó Darren, mientras miraba el caos del estudio de Jaime al final del día.

El rostro del muchacho exhibía un gesto de satisfacción al culminar su primera jornada como asistente de fotógrafo. Había aprendido muchos detalles técnicos acerca del arte, así como los métodos propios de Jaime para darle su toque personal a cada toma. El joven Silva era todo un experto en lo que hacía y cada movimiento suyo demostraba una pasión infinita por su trabajo. El simple hecho de verlo con una cámara en sus manos era como una obra de arte en sí mismo.

—Llevátelo todo a la bodega principal, más tarde lo podemos acomodar mejor. Mientras vos terminás ahí, yo me encargo de preparar algo para comer —respondió el anfitrión, muy sonriente.

—De acuerdo. Y prepara doble ración para mí, por favor, ¡me muero de hambre!

Darren abrió la puerta del cuartito de almacenamiento, encendió la luz y comenzó a colocar el equipo de trabajo adentro. Aunque su amigo le había dicho que el acomodo podía esperar, él decidió desobedecerlo. Acomodaba los objetos por categorías, según lo designaban los rótulos de los distintos compartimentos. Trabajar con alguien tan ordenado facilitaba cualquier tarea.

Mientras el joven Pellegrini ponía las cosas en su lugar, Jaime preparaba unos emparedados con jamón y queso. El chico estaba cortando unas rodajas de tomate cuando sonó el timbre del estudio. "¿A quién se le ocurriría venir a estas horas? El rótulo de la entrada dice claramente que ya está cerrado", pensó él. Dejó la comida sobre la mesa, limpió sus manos y se dirigió hacia el monitor en donde podía ver las imágenes captadas por la cámara de seguridad.

—¡La concha de la lora! ¿¡Pero qué mierda tiene esta pelotuda en la cabeza!? —exclamó el fotógrafo, al tiempo que se cubría el rostro con ambas manos.

El timbre volvió a sonar y la puerta seguía sin abrirse. Extrañado, Darren salió de la bodega para ver por qué su compañero no atendía el llamado.

—¿Qué pasa, che? ¿Por qué no abrís la puerta? ¿Es alguien que no conocés?

—¡Estoy que me lleva la que me trajo, loco! Si no le abro, Raquel igual va a entrar. Le había dicho que si alguna vez venía acá y yo no estaba, que fuera y pidiera la llave extra que dejé en lo del vecino.

—¿Y qué tiene de malo que ella esté acá? ¡Es tu hermana!

—¡El quilombo acá no es con la enana! ¿Querés saber qué es lo que pasa? Vení para acá, miralo vos mismo...

El muchacho caminó hasta el sitio indicado y luego fijó su vista en la pantalla. En ese momento, una ola de frío recorrió cada recoveco de su anatomía mientras el aire abandonaba sus pulmones. Le parecía que tragaba arena en vez de saliva y estaba seguro de que el color de su piel se había apagado.

—¡Maia está aquí! ¡No puede ser! ¿¡Qué hago ahora!?

—Solo hay un acceso en este estudio y es esa puerta. No hay otra manera de salir de acá. Si querés irte, ella va a tener que verte. Y si no querés que te vea, solo podés encerrarte en la bodega. Vos elegís.

Sonata de medianoche [De claroscuros y polifonías #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora