Capítulo 1

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Lunes diez por la mañana

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Lunes diez por la mañana

Hacia las cuatro y algo de la mañana, la familia Vázquez comenzaba con sus labores matutinas en el campo. Era época de cosecha de acelga, calabaza y espinaca entre otras cosas que habían cultivado durante algunos meses ya.

Rolando se dedicaba a la cosecha en sí mientras que, José y Gastón, de catorce y dieciséis años respectivamente, ayudaban a su padre con la limpieza de los establos y de los animales de toda la granja. Estos solían ser caballos, vacas lecheras y, a veces, chanchos. Un poco más tarde, cuando ellos hubieran terminado, Roxana —que era la madre— ordeñaba las vacas con guantes puestos y, la pequeña Sara de ocho años, la ayudaba con los recipientes donde guardaban la leche. Cuando muchas de las labores hubieran terminado, a eso de media mañana, Roxana comenzaría a preparar el almuerzo y Sara —que siempre era curiosa— la observaría alegre y le pediría que la dejara ayudar con los alimentos. Al fin y al cabo que, dentro de unos cuántos años, probablemente ella terminaría haciendo lo mismo.

Hacia la tarde, no mucho después del almuerzo, todos tomarían una merecida siesta y Rolando les permitiría que fueran a divertirse a lo de sus amigos, y que fueran a refrescarse a la piscina —que habían construido hacía unos cuantos años— en el centro del pueblo. Ellos solo terminarían con algunas labores que hubieran quedado pendientes, aunque, por lo general, nunca eran cosas tan grandes como las de la mañana.

Una hora y media más tarde de que los Vázquez se despertaran, Daniel Sánchez, el muchacho veinteañero del puesto de diarios, comenzó con la labor de ordenar la ruta de periódicos que entregaría a domicilio. Era un chico que había vivido mucho tiempo en Venezuela, país donde había nacido, pero cuando cumplió los dieciocho decidió probar suerte en Argentina. Tenía unos parientes que lo ayudaron durante sus primeros años en el país. Como era de esperar, el lunes ya no era tan atareado para él como lo eran los viernes, los sábados y los domingos, pues no muchos compraban diarios los otros días de la semana. Aunque sí tenía algunos fascículos acerca del cuerpo humano, del universo y el cosmos y de billetes y monedas del mundo, que saldrían esa misma mañana y que tenía que entregar.

Se montó en esa vieja, oxidada y algo destartalada, bicicleta roja de pueblo —que parecía pertenecer a la edad media por la deficiencia de algunos servicios, y por varias calles de tierra que aún no habían sido asfaltadas— junto con todas las rutas de periódicos enganchadas con firmeza en la parte posterior. Pasó por el frente de la casa de los Gonzales y llegó, entonces, de nuevo el momento de admirar una vez más el espectáculo. Nancy correteando a Rubén, uno de los hijos al que, sin duda, le faltaba un tornillo o dos o, quizá, todos. Emma que gritaba y lloraba histéricamente desde dentro de la casa. Parecía ser que él, que tenía catorce años, le había hecho algo a ella, que tenía diez, y la había hecho llorar.

—¡Callate, pendeja insoportable! —gritó el padre, mientras lavaba el auto una vez más, como todo un poseído—, ¡si seguís gritando, te voy a dar una patada en el culo!

La balada de los muertos (Wattys 2019 Horror/Paranormal)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora