1: El reino junto al mar

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Su casa jamás estaría limpia. La mezcla de óxido, aceite y aparatos y muebles rotos que guardaban lo hacía imposible. Aún así, su madre, que era la primera en aparecer con la cara manchada de grasa y cenizas, siempre se había empeñado en que barriese, fregase y mantuviese una higiene personal imposible para un niño de diez años. Todas las mañanas se repetía la misma historia.
—Eddy, no te olvides la comida —le recordó, mientras acercaba un trozo de tela a su mejilla manchada con el desayuno y comenzaba a frotar la suciedad.
Él no entendía a que venía todo el cuento. A fin de cuentas, en su piel oscura apenas se notaban las manchas se grasa o betún que se hacía. Y las de comida se iban en cuanto se lavaba la cara. Y lo peor, era que le llamara por su diminutivo. A sus siete años, él ya era todo un hombre, muchas gracias.
—Edgar —se quejó. Intentó alejarse de las manos protectoras de su madre, pero resultó una tarea imposible. Sólo cuando estuvo completamente presentable, recuperó su libertad. Y para entonces, ya era demasiado tarde para seguir con su desayuno.

Sobre un estante desvencijado de la cocina enegrecida, el reloj de bronce marcó las ocho. Ocho campanadas plañieron desde la capilla automatizada del barrio.
Su madre se apresuró hacía su habitación en busca de su caja de herrmaientas y mono de trabajo. Una vez más iba a llegar tarde al trabajo. Y mientras corría a la puerta le recordó a su marido, que en aquel momento salía del baño:
—Tenéis diez minutos para prepararos y salir.
Con un asentimiento y un rápido pero apasionado beso, el padre de Edgar despidió a su esposa. Luego, su vista volvió hacía su hijo. Contempló confuso los pequeños, brillantes zapatos de cuero negro del niño y preguntó:
— ¿Qué haces con eso?
—Mamá insistió en que me los pusiera. Dijo que era mi primer día de trabajo y tenía que vestirme como el caballero al que aspiraba a convertirme.

De inmediato, Edgar fue mandado de vuelta a su cuarto, cambió su calzado por unas botas de montaña con suela de hierro y se deshizo del pañuelo blanco y de la camisa con el cuello almidonado. En su mochila guardó su cantimplora de agua, la conserva que le había dado su madre y su mayor tesoro, envuelto en trapos, que ocupó tres cuartas partes del espacio existente.
Mientras caminaban hacía la parada de tren, su padre seguía murmurando sus quejas. Él y su esposa venían de mundos diferentes y todas sus discusiones solían ser en torno a la educación de sus dos hijos. August, el mayor, se hallaba internado en el Instituto de Biología Universal para Menores, gracias a una beca que su mujer había conseguido. Y aunque el hombre no había estado de acuerdo al principio, había reconocido, como hacía a menudo, que por ser ella más inteligente y culta, era mejor aceptar sus propuestas.
—Vestir tus únicas ropas buenas para trabajar en los jardines —murmuraba ahora. Torticeron por una esquina y se adentraron en el centro del barrio obrero. Aquí los edificios se alzaba altos hasta el cielo en tonos negros, grises y bronce. Las calles eran lo suficientemente anchas para que el Ayuntamiento hubiese plantado un par de árboles pálidos y deprimentes. Unas calles más allá había un pequeño parque en el que trabajaba los fines de semana a cambio de semillas para el huerto improvisado que habían creado en el terrado de su hogar. Aquella era la zona adinerada del barrio, aunque eso no quisiera decir mucho.
—Uno no alcanza el éxito por su vestimenta sino por su trabajo y desde luego si el trabajo es sucio, llevar buena ropa sólo evitará el éxito —Siguió explicándole al niño. Se detuvieron delante de una tienda, a pocos minutos de la estación de tren y Edgar tuvo que esperar a fuera mientras su padre compraba. Era un local restringido por edad y no le permitían la entrada. Pero no le importó demasiado. En la otra acera  hallaba una ferretería que aceptaba electrónica de segunda mano. La conocía muy bien, aunque no tanto por entrar en ella, sino por las joyas que había llegado a encontrar en su basurero. Los cables roidos podían ser cortados y reutilizados, los aparatos defectuosos desmontados, las tuercas aprovechadas y, de vez en cuando, si tenía suerte, se encontraba con algún tipo de batería alienígena en perfecto estado. Se dirigió allí y se subió a un cajón. Con un ágil salto se hallaba dentro del contenedor de residuos. Edgar revisó entre las piezas y encontró clavijas y tornillos en perfecto estado, que obtuvo con ayuda de la navaja multiusos que sus padres le habían regalado por su aniversario.
Rebuscó un poco más. Algo se movió entre el contenedor. Contempló el lugar, su corazón en un puño. Un compañero del colegio fue mordido por un roedor verde el año pasado y había pasado dos meses sin volver a clase. Edgar no quería algo así. Volvió a ver un movimiento, acompañado de un extraño sonido. Se alejó un paso, hasta que la pared del contenedor chocó con su espalda. Fuese lo que fuese, la criatura se le acercaba por debajo de la basura.

El planeta de las almas perdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora