Capítulo 6

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El interior del transbordador era cálido y agradable. Las luces del almacén eran tenues, lo suficientemente suaves como para que Ana pasara desapercibida.

La mayoría de los viajeros había dejado sus monturas en los almacenes situados en la planta inferior y habían subido a los salones de viaje para disfrutar del servicio de cafetería y de los puntos de conexión. Según decían, las instalaciones del transbordador bien valían las cuarenta coronas que costaba el viaje. El café era exquisito, la comida deliciosa y el ambiente, en general, satisfactorio.

Acostumbrada a los lujos, Ana tuvo la tentación de subir y tomarse algo caliente con lo que entrar en calor. El almacén principal era un lugar sencillo y agradable en el que la temperatura era lo suficientemente cálida como para olvidar el gélido tiempo del exterior, pero no disponía de ningún tipo de comodidad. Dividido en centenares de parcelas, la sala disponía únicamente de los cajones necesarios para el descanso y alimento de los animales. Los abrevaderos se llenaban solos, había paja en el suelo para que durmieran y, en general, el hedor y el ambiente era perfecto para ellos. Sin embargo, para los jinetes, aquel lugar no disponía de ningún tipo de comodidad. Ni había butacas en las que sentarse ni zonas de recreo gracias a las cuales poder conectarse a la red general. No. Allí no había absolutamente nada excepto una máquina expendedora de bebidas calientes y, en cada diminuto establo, un banco de madera donde sentarse.

Ana fue una de las primeras en usar la máquina expendedora. Utilizando para ello parte del dinero que Jean le había dejado, la joven sacó una taza de té humeante, tomó asiento en su banco y, durante al menos quince minutos, cerró los ojos, dejándose así vencer por el agotamiento. Más allá de los gruesos muros, el transbordador atravesaba velozmente los cuatro mil kilómetros que separaban un extremo del paso del otro.



—Imaginaba que tarde o temprano vendría, Alteza.

Había caído ya la noche cuando, al abrir la puerta, Jean Dubois descubrió a Larkin bajo el umbral de la puerta. Le había parecido escuchar el timbre, pero al no ver nadie a través del sistema de grabación de vigilancia del jardín había optado por acercarse a la mirilla y comprobar si realmente no había nadie fuera.

—¿Jean Dubois?

Algo sorprendido ante la duda, Jean no respondió, simplemente optó por invitarle a pasar al recibidor. Hacía años que no se veían, más de los que a él le hubiese gustado, pero la duda en la mirada de ojos oscuros de su antiguo Praetor le desconcertaba. ¿Sería posible que, después de todo, se hubiese olvidado de él? Jean sabía que la gente de su categoría estaba muy ocupada, que tenían muchas preocupaciones y deberes, pero aquello le parecía excesivo.

Se preguntó si tanto habría cambiado su aspecto. Hacía tiempo que había perdido el espléndido estado físico que siempre le había acompañado, pero por lo demás seguía igual. No vestía el uniforme ni llevaba el pelo tan corto... de hecho, incluso, tampoco iba tan bien afeitado como de costumbre y había adelgazado bastante, pero dudaba que aquello fuese suficiente como para no reconocerle.

—Hace unas horas recibí la visita de un grupo de agentes —empezó Jean, adelantándose a la pregunta—. Me han explicado lo ocurrido. Lo lamento.

—Mi hermana desapareció ayer por la noche. Tuvimos una pequeña discusión y decidió irse —explicó con brevedad, con la mirada fija en los ojos de Dubois—. Por lo que tengo entendido son amigos íntimos por lo que no le sorprenderá que le diga que Ana es una mujer con un carácter muy fuerte.

Jean asintió con lentitud, incómodo. Sus inquietantes ojos reflejaban tal indiferencia que resultaba complicado no sentirse despreciado. Era como si, más que hablar con una persona, estuviese hablando con un androide; con un ser inanimado no merecedor del más mínimo respeto.

Dama de Invierno - 1era parteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora