Dos: Confiando en cabezas y esqueletos

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Estaba sola, en medio de las arenas hechizadas de Kydara

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Estaba sola, en medio de las arenas hechizadas de Kydara. Sin mi equipaje. Sin el mocoso. Al menos, me había quedado la tienda del refugio. Y podía recordar cómo desarmarla y convertirla en un pesado cargamento para mi espalda. Lo primero que vino a mi cabeza fue la posibilidad de que, en Samhain, la presencia de Ren hubiese sido confundida con la de una víctima de sacrificio. ¿El desierto podía habérselo tragado mientras yo dormía? Aterrada por la idea, me di cuenta de lo irresponsable que había sido en esos meses. Ojalá hubiese tenido más conocimientos, ojalá hubiese sido capaz de tener alguna certeza en todo lo que le enseñaba a mi alumno.

No podía ser que yo aprendiese más de todo esto que él. Era muy vergonzoso.

Mientras acomodaba la tienda en un bulto que me permitiera sobrevivir los días siguientes al trasladarme por el desierto, me debatí entre las dos opciones que me quedaban. Una era volver al pueblecito de mineros rudos, a informarle a aquella familia que confió en mí el triste destino de su hijo. La otra, huir de la región y no dar más noticias para que ellos llegasen solitos a una conclusión.

Tal era el susto, que ya no me acordaba del oro desaparecido ni de mis ropas, cuando aparté la última piedra y encontré la nota. Allí, arrugado, había un pedazo de papel con una única frase temblorosa:

«Lo siento».

Miré el dorso, busqué alguna posdata pequeñita, algún pedido de auxilio en clave... y no había nada.

¡Había huido y lo sentía, el muy bastardo! ¡Me había dejado a morir en el desierto, pero lo lamentaba! ¡Qué detalle de su parte!

El mensaje se hizo cenizas en mi mano en dos segundos, mi visión se tiñó de rojo y la lona que había apartado como mi único equipaje se convirtió en una bola de fuego. Liberé mi furia en un grito que debió escucharse hasta en la capital.

No tenía un buen historial con el control de la esencia del fuego que adopté en Refulgens, así que no debía sorprenderme el remolino de arena que acababa de levantar. O el ardor insoportable en mi cuerpo. Pero había olvidado algo importante: aquella tierra tenía vida propia, era como un gigante dormido que se alimentaba de la magia y de vez en cuando entregaba algún milagro a los caminantes.

Yo había esperado recibir un regalo en noche de Samhain. Ahora me estaba poniendo en el lugar de la presa.

En medio de la confusión, no noté la boca que se abría en las profundidades hasta que fue demasiado tarde. En un minuto, era un huracán de fuego; al siguiente, me había apagado como una cerilla.

La fuerza que me arrastraba al interior de aquella tierra era sofocante, mis gritos se convirtieron en gárgaras de arena. El viaje pareció interminable, a través de kilómetros de granos dorados que se me metieron hasta en las orejas y me llevaron al borde de la asfixia. Cuando ya me preguntaba cuánto más tardaría en perder la conciencia para siempre, fui arrojada al centro de un salón circular.

Kydara: El espíritu del desiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora