15. Kan

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Iris estuvo a punto de caer del caballo. Estaba famélica y, por lo tanto, sin energía. Leo, Seth y Brígid no estaban mejor, pues, desde que habían perdido el arco de Iris, cazar era incluso más complicado que antes. Por si esto fuera poco, las dificultades para conciliar el sueño después de lo acaecido hace cuatro días hacían que los jóvenes estuviesen agotados.

Seth, quien ahora disponía de un caballo para sí mismo debido al desliz de aquellos bandidos, reaccionó súbitamente:

—¡Ya era hora! —exclamó con efusividad.

Vislumbraron las primeras casas de Kan, y entre éstas se podía distinguir un enorme edificio cuyo campanario descollaba incluso a aquella distancia. La vía ya no consistía en tierra apisonada, sino que pasaba a ser un camino adoquinado que traqueteaba constantemente a cada pisada de los jamelgos del grupo.

Una anciana que barría el pórtico de su casa fue la primera persona que vieron al entrar. A ambos lados del camino se disponían hileras de casas adosadas y de estilos semejantes; algunas más altas, otras más anchas pero en general con fachadas sencillas, que cumplían sin más, aunque los colores opacos que habían visto en Anaer ahora eran reemplazados mayormente por el rojo de los ladrillos. La vía se extendía hasta una plaza en el centro del poblado, donde se encontraba el enorme edificio que vieron a distancia; se trataba de un ostentoso templo para el culto a los Cuatro Dioses de Zedena. Además, contaba con una posada, una taberna y algunas casas construidas alrededor del cuadrado perímetro.

Leo dirigía al grupo en aquella oportunidad, probablemente dado que era el más enérgico de los cuatro. Llevó al grupo a la plaza sin pedir opinión alguna, sin embargo hubo de replantear la forma de proceder; su estómago rugía, por lo que debía ser prioridad conseguir algo de comer. Volteó para hablar con sus compañeros de viaje, y reparó en lo decaídos que estaban sus rostros, y, en el caso de Iris, parecía que estaba a punto de desfallecer.

<<Quién sabe desde cuándo no come bien. Ahora que lo pienso, ni siquiera aceptó aquella cena en la posada de Anaer>> pensó el muchacho.

—Debemos vender alguno de los caballos, necesitamos comida —sugirió Leo.

Iris asintió con parsimonia, pues no podía dejar de pensar en cuánto le rugía el estómago; Brígid y Seth aceptaron a regañadientes, aunque al cabo de un rato terminaron considerando ésta como una sabia decisión.

Leo preguntó a un grupo de oriundos que recorrían la vía, y éstos les indicaron dónde podían vender al animal.

Se dirigieron al lugar, un viejo establo al sur del pueblo con pocos caballos a disposición. El hombre a cargo era enjuto y amigable, además contaba con una larga cabellera negra y unas cuantas arrugas en el rostro. Finalmente, el negocio se llevó a cabo con dos de los animales, y, según Leo, el comprador resultó muy generoso, probablemente debido al estado de abandono que mostraban los jóvenes. Consiguieron suficientes monedas de plata para costear comida y hospedaje para aquella noche.

Al salir del establo, aún sin haberse alejado de las caballerizas, Leo preguntó al hombre por una buena posada en la que hospedarse.

—Les recomiendo la posada de la plaza, sin embargo...

El hombre enmudeció y miró en dirección a la calleja que pasaba delante. Leo notó su silencio, por lo que decidió ver qué lo hacía callar. Dos hombres caminaban muy cerca de ellos, a través de la calzada; ambos llevaban ropas andrajosas y oscuras, espadas ajustadas al cinturón, y observaban en todas las direcciones, como si patrullaran la zona. Uno de los hombres miró fijamente a Leo por un instante, aunque no le prestó mayor atención.

El Origen de un InmortalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora