Nadie Emerge del Aire

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Los O’Reilly nunca fueron mucho en Irlanda, ser una familia numerosa no ameritaba en un país donde siete u ocho hijos se consideraban promedio. Para ser sinceros,  su triunfo más considerable fue lograr matricular a unos quince del clan para trabajar en un ambicioso proyecto de ingeniería; la construcción de un colosal transatlántico de  la línea White Star cuyo historial de preciso y eficiente ensamblaje pondría a Belfast en el mapa. No existe tal cosa como la suerte irlandesa a menos que se trate el asunto entre broma e ironía. Todos saben cuál fue el destino del Titanic.

Cansado de fallar en su tierra natal, Daniel O’Reilly recogió a su prole y se enlistó en el primer barco con destino a América. Llevó consigo una maleta con varios cambios de ropa, un misal antiguo y un puñado de cuarzos en bruto. Su mejor amigo Donovan solía decir que el Señor se apiadaba de los pobres cuando estos se veían  forzados a estar de ligas con Dios y con el Diablo. Nada que perder. Zarpó de su Isla Esmeralda en tiempos de paz y gracias a un disparo certero en contra de un archiduque, acción que resonó en el globo, para el momento en que puso pie en la Isla de Ellis en Nueva York, el mundo estaba sumido en una guerra.

 La propaganda rezaba que este estaba marcado a ser el conflicto que pondría final a todos los conflictos. Pero si de algo estaba seguro Daniel O’Reilly es que el gusto por la guerra no se pierde. Ahora el mundo entero trataba de probar por vez primera, quien sería el más fuerte. Los vencidos jamás se declararían derrotados del todo y los victoriosos se aprontarían a alimentar la maquinaria bélica para no exponer su lugar. Fue por eso que, antes de partir al frente (a cambio de lo cual había negociado con una emergente superpotencia un rápido camino a la ciudadanía) le dio a su hijo Nathan el primero de los únicos dos consejos que saldrían de sus labios:

–Estudia bien tus números. Cuando la gente vuelve de una guerra se dedica a dos cosas: a olvidarla o a revivirla. Quien no pueda sacarla de su cabeza, morirá preso de la soledad y la paranoia. Quien quiera echarla al olvido, habrá de optar por mujer, casa e hijos. El costo de esa paz mental se mide en el dinero que se tenga para alcanzarla. Todos debemos trabajar, si sabes cómo hacerlo, tendrás la oportunidad de trabajar el dinero de otros.

Nathan escuchó a su padre y se convirtió en contable. La vida no fue fácil, pero nada nunca lo era. Con celo y entrega al trabajo, el joven O’Reilly comenzó a forjarse un nicho en el complicado mundo de la banca. Nathan era ante todo, dedicado, al punto de ser testarudo. Cuando la miseria tocó a las puertas de New York y del mundo en Octubre de 1929, Nathan O’Reilly se negó a abandonar la ciudad. A consecuencia de esto, quedó aplastado bajo el peso de la más desastrosa caída de la bolsa en el mundo occidental. Desesperado, llegó a pensar  emprender el viaje de regreso a su tierra natal, donde el fracaso y la ruina se hacen menos acompañado de algo de cerveza oscura y emparedados de carne cecina. Fue entonces cuando su padre decidió darle un segundo consejo.

–Antes de dar un paso atrás, debes consultarlo con Sleagh Maith, las buenas gentes.– El viejo se levantó con dificultad y alcanzando una lata de galletas forrada en polvo, abrió la tapa y dejó caer unas cuantas piezas de cuarzo igualmente polvorientas. Eran las piedras que trajo una vez de Irlanda. Nathan le había visto desempolvarlas en varias ocasiones, acomodándolas en torno a un platillo de pan mojado en leche y miel; humildes ofrendas para quien quisiera tornar la providencia a su favor y agraciarle con el numero ganador de la lotería y otras tantas cosas que envuelven el azar. Su padre era un hombre construido sobre contradicciones; tanto ofrecía un consejo de buen fundamento como se daba a la fantasía. El asunto solo empeoró con el pasar del tiempo.

El hijo veneraba a su padre y se había propuesto darle las mejores condiciones rumbo al ocaso de su vida. Si alguien procuró cambiar el curso de Daniel fue Nathan y no la voluntad de seres diminutos. Desde el deceso de su madre y la “americanización” de sus hermanos que les profirió una naturaleza desapegada de los asuntos de familia, habían sido solo ellos dos. Jamás cruzaron palabras o acciones ofensivas el uno contra el otro, pero ahora el menor miraba al mayor con un amago de falta de respeto y una sonrisa burlona en los labios. Finalmente el peso del tiempo había alcanzado a su viejo y ya empezaba a presentar el típico desvarío de los que le deben honores a la tumba.

Círculo de HadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora