Capítulo 4

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—Insisto, éste es el banco donde nos conocimos. —le recalcaba yo aquella tarde en la bahía. Una discusión como si fuéramos una pareja de amargados.

—Que no, que era éste. —me decía vistiendo elegante pero informal con una chaqueta negra, camisa blanca y pantalones vaqueros cortos con unas playeras negras. Yo iba vestida con una blusa blanca, marcando escotazo, pantalones de chándal negros y las deportivas blancas del día anterior. Aquella vez llevaba el pelo liso y suelto.

—A ver. Yo estaba ahí analizando el ambiente y tú te paseabas enfrente de mí. Cuando te sentaste a mi lado sólo podías pensar en una cosa, así que no estuviste a retener. Yo, en cambio, sí, porque sé que aquí es donde me pongo siempre.

—Que no, que era éste. Que en ése había una pareja de ancianos.

—Que... eh... —pensé. Me quedé trabada unos segundos. —Anda, es verdad.

—¿Ves?

—Digo, no. No te voy a dar la razón tan temprano. Las mujeres siempre tenemos la razón.

—Jajaja, no seas orgullosa.

—Era coña. Si tienes la razón, la tienes.

Alzó una ceja y torció el labio.

—Es la primera vez en toda mi vida que una mujer realmente me la da. ¿Cómo es eso?

—Eso es que yo antes me llamaba Manolo. ¿Te gusta el cambio? Si quieres te digo el nombre del cirujano para que... —él se reía a carcajadas.

—Y también es la primera vez que me hacen reír sin tener yo que forzarlo.

—¿Cómo es eso?

—Ya sabes, las mujeres empiezan a hablar y yo tengo que estar sonriendo para que no se sientan incómodas.

—¿Pero cuántas parejas has tenido?

—No tantas como crees.

El cielo estaba despejadísimo. Azul claro, con el sol en lo alto. Nos pusimos a caminar cuando se nos antojó un helado. Eric iba a aproximarse a un puesto cuando le dije:

—Eh, ¿a dónde vas?

—A por un helado. ¿No acabas de decir que...?

—No seas bobo. Mira la cola. ¿Cuánto tardarías? ¿Cinco minutos en pedir uno? ¿Y sabes que por ese mismo precio tienes cuatro idénticos en ese supermercado? —se lo señalé con la cabeza. Él frunció el ceño. Agarré su mano y tiré de él. Tardamos cuatro minutos en buscarlos, cogerlos y ser atendidos en caja. Y, por el precio de uno, tuvimos cuatro, los cuales pagué yo. —Ale, ¿qué te parece? —le dije con un helado en una mano y la caja en otra.

—Un poco cutre, ¿no?

—Ahorrativo, oye.

—Jaja. Eso sí, sí. Pero en el puesto son más naturales.

—Bah, —me encogí de hombros. —pa quitar la gazuza éstos valen.

—Jajaja. Será, será. —lamió el suyo. Eran de cucurucho, con varios sabores. —¿Sabías que también es la primera vez que una mujer me invita a algo?

—¿Tu madre no te pagaba los pañales que te ponía?

—Jajaja, qué boba. —me hizo gracia que me dijera eso, en lugar de ofenderme. Me miró con sus ojazos que hacían juego con el cielo y con el color de la bahía. Porque aunque eran grisáceos cuando el sol les daba adquirían más saturación. Caminamos hasta un pequeño lugar donde la gente no solía pasear. Nos tumbamos encima de la hierba y miramos el cielo. ¿Qué personas hacen eso al poco de conocerse? Suspiré, con nervios en el estómago imaginándome una vida a su lado. Me giré y lo miré a los ojos:

—Me gusta estar aquí. —el viento sopló. La hierba acarició mi piel. No sé por qué le había dicho eso. Él me sonrió, brillándole los ojos, y me contestó:

—Sí, a mí también.

Otra vez que me sonreía. Otra vez que acababa en su casa sin saber cómo. Pero aquella vez fue distinto. Aquella vez... intimamos más.

Entramos por la puerta besándonos. Su piso era realmente amplio. En la entrada dábamos al salón cocina, todo decorado con un blanco hueso. El salón estaba dotado de un sofá que parecía más cómodo que mi propia cama y una televisión de... ¿cincuenta pulgadas, serían? Además, a su lado había una pequeña chimenea. Un piso con chimenea. Me encantó aquello. Quise hacerlo en la alfombra que estaba enfrente de ella mientras el fuego crispaba. Me fijé mejor. A la derecha del salón estaba su cuarto, uno grande y amplio con una cama y un armario impecables. Todo de color blanco, aún. Y, aparte de eso, el baño, el cual no había visto todavía. Parecía pequeño pero era tan lujoso que intimidaba, además de estar insonorizado. Apagó la luz, impidiéndome deslumbrarme por sus tesoros.

—He visto que te has fijado en esto... —me condujo hasta la chimenea sonriendo. No podía verle bien, pero lo sentía. La encendió. La madera crispó, siendo consumida por el fuego, como el fuego de la pasión que anidaba en nuestros cuerpos, la cual parecía nacer en nuestros corazones.

Me desnudó lentamente mirándome a los ojos. Acarició mi mejilla con su grande y robusta mano izquierda. Deslizó el pulgar por mis labios. Yo se lo lamí sin apartarle la mirada. Sus labios se separaron, quedándose boquiabierto. Le quité la camiseta y besé sus pezones. Le escuché dejar escapar un ligero gemido. Sus brazos se deslizaron por mi piel. El fuego empezaba a calentar. El piso estaba muy fresco al entrar, a una temperatura totalmente distinta del calor de verano. El fuego retomaba el calor perdido. Me habría encantado que fuera invierno. Uno de ésos helados en los que sólo te apetece estar acurrucada en casa. Pero no era momento de pensar en eso. Sus brazos llegaron hasta el cierre del sujetador, dejándolo suelto. Cayó a nuestros pies. Con dulzura y cuidado acarició mis senos. Nos sonreímos, no sé por qué. Como dos bobalicones. El fuego seguía crispando la madera. La respiración se me entrecortaba. Tragué saliva. Aquello parecía más serio que un simple polvo. Aquello...

Me fue tumbando sobre la alfombra, cuyo tacto me provocó escalofríos de placer. Me bajó el pantalón y el tanga. Me incomodé por un momento. No quería que por haber sudado oliera mal. Pero él se quitó también el pantalón y se situó encima de mí, mirándome con un color de ojos distinto al habitual, provocado por la iluminación del fuego. Sentí su pene a las puertas de mi vagina. El placer era distinto a lo que acostumbraba a ser. Ese tipo de sexo del que una huye hasta que de pronto llega sin quererlo, y cuando llega te asusta y te abruma. El pene fue entrando en mí mientras un ardor nacía en mitad del pecho. Eran oleadas de... atracción. Una atracción muy fuerte. Una atracción letal. Me estaba haciendo el amor, podría decir. ¿Amor? ¿Yo? ¿Tras tanto tiempo merecía ser amada? No quise que fuera así, pero sin darme cuenta lo estaba permitiendo. Agarré sus nalgas mientras él me penetraba. Dejé escapar los gemidos que contenía. Estaba pensando tanto que me estaba evitando el placer. No, no era eso. Era el miedo. Pero el miedo se convirtió en alegría. Y la alegría en felicidad. Y acabé sonriendo por dentro, sintiendo una intensa y olvidada sensación. Me estuvo penetrando hasta que los dos culminamos sobre aquella alfombra delante de la chimenea.

Jadeando y sudorosa lo miré. Seguía dentro de mí, recuperando la respiración. Y en ese momento yo misma me prohibí sentir cualquier tipo de apego hacia él. Sería una locura, una osadía. Una insensatez. Lo deseché de mi cabeza, aunque desde ese día durante un mes entero estuvimos viéndonos y teniendo relaciones sexuales esporádicas de la misma forma que acababa de suceder.

No, así no podía ser. No. Era la segunda vez que estaba con él y ya empezaban a nacer sentimientos en mi interior. Si de verdad quería seguir viéndolo la situación debía ser distinta. Yo me encargaría de echar tales polvazos que no volvería a cogerme con aquel cariño. No, no, no...

¿El Príncipe o la Bestia?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora