039 | Intensidad

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MALCOM

Mi corazón bombea desenfrenado, mis pulmones combaten por algo de aire y mis piernas queman mientras atravieso el campo corriendo tan rápido como mi cuerpo me lo permite. Siento que el sudor cubre mi frente, el pulso se acelera en mis oídos y la respiración se torna cada vez más pesada.

La sensación de tener el balón entre tus manos es complicada de explicar.

Las esperanzas de un equipo entero, la fe de los fanáticos y tu propia estabilidad emocional están almacenadas en un simple objeto inanimado como un balón, uno que cuando lo sostienes no se siente como un objeto más. Personalmente me gusta referirme al balón como un corazón, uno que compartes con cada apasionado por el fútbol americano. Al tratarse de un órgano tan frágil, pueden ocurrir muchas cosas: te lo pueden robar, se puede caer y romper, puede entrar en taquicardia por la velocidad, a veces amenaza con detenerse. El deber del futbolista no es anotar puntos, sino protegerlo para que siga con vida al terminar la jugada. Y mientras esquivo a los Warriors que se atraviesan en mi camino, en lo único que pienso es en mantener a salvo a este corazón.

Entonces, un grito atraviesa el campo sobre el murmullo de los entusiasmados hinchas. Cada hombre, niño y mujer guarda silencio por aquellas milésimas de segundo en las que se oye a Kansas gritar con fuerza.

—¡Ben, detente! —exclama.

Me giro sobre mis talones y dejo ir el balón para correr en su dirección. Ella atraviesa el campo con Harriet pisándole los talones, ambas observan con preocupación a dos cuerpos tirados sobre el césped.

El número trece está sobre el mariscal de los Warriors y no parece tener la intención de darle un abrazo. Hamilton le quita el casco a Lingard y lo lanza fuera de su alcance, entonces su puño se eleva entre las masas de aire listo para estrellarse contra la nariz del contrincante.

—¡Ben, te he dicho que pares! —Kansas llega a tiempo para desviar la trayectoria de su puño y, con todas sus fuerzas, lo empuja lejos del quarterback—. ¡¿Qué diablos te pasa?! —inquiere la castaña agarrándolo por las hombreras.

Mientras tanto Harriet se acerca para ayudar a Lingard, pero en cuanto sus dedos rozan el brazo del muchacho, Ben intenta abalanzarse sobre él nuevamente.

—¡Aléjate de ella! —brama con una furia ciega.

La inquietud y nerviosismo nace en la multitud que observa la escena desde las gradas. Los gritos son pocos al principio, pero a medida que transcurre el tiempo se vuelven una maraña de voces que aturden mis oídos.

El árbitro y los jugadores se arremolinan alrededor de lo que casi fue un gran pleito y me abro paso entre los cuerpos uniformados. En el momento en que Ben intenta lanzarse sobre Lingard me interpongo en su camino y lo obligo a retroceder.

—¡Tranquilízate! —ordeno tomándolo por los hombros. Sus ojos celestes están prácticamente azules mientras una sombría cólera cae sobre su mirada y también decora su expresión—. No vale la pena, Ben. Lo que sea que te haya dicho no vale nada si viene de él —intento calmarlo asumiendo que el chico dijo algo para hacerlo enfadar. Hamilton no es del tipo matón, en realidad es amigable con todo el mundo, así que supongo que Galileo le dijo algo realmente provocativo como para que reaccione tan mal—. Así que retrocede y aléjate, porque no quiero obligarte a hacerlo —advierto bajando el tono de voz solamente para que él sea capaz de oírme.

Sus ojos encuentran los míos y pienso que mi nariz podría ser el próximo objetivo de su puño. Sus pupilas están dilatadas y sus ojos brillantes, su rostro enrojecido y sus fosas nasales abriéndose y cerrándose con gran velocidad. Está furioso y agitado, lo cual no es una buena combinación.

TouchdownDonde viven las historias. Descúbrelo ahora