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Bree
El sábado, cuando estaba saliendo de la cafetería, recibí una llamada de un número desconocido.
—¿Hola? —respondí.
—¿Qué tal, Bree? Soy Melanie. Nos conocimos en la cafetería la semana pasada, ¿me recuerdas?
—¡Ah, hola! —repuse, despidiéndome de Maggie con la mano mientras caminaba hacia la puerta—. Sí, claro que me acuerdo de ti.

Maggie sonrió y me devolvió el saludo.

—¡Oh, genial! —dijo ella—. Bueno, espero no haberte pillado en un mal momento, pero Liza y yo vamos a salir esta noche, y te llamaba para saber si te gustaría acompañarnos.
Salí al sofocante sol de la tarde y me dirigí hacia el coche. Me acordé del propósito que había hecho de tratar de comportarme de nuevo como una chica normal, de hacer cosas normales.
—Mmm…, bueno, vale. Suena bien. Me encantaría.

—¡Genial! Te recogeremos nosotras. ¿Te va bien a las nueve?

—Sí, perfecto. Estaré lista. —Le di mi dirección, conocían la zona, así que nos despedimos y corté la llamada.
Justo cuando estaba metiendo la llave en la cerradura, percibí a un grupo de niños de unos diez o doce años al otro lado de la calle, riéndose a carcajadas. El mayor empujaba a otro crío más pequeño, con gafas y los brazos llenos de libros. Cuando el de más edad le dio al muchacho un empujón especialmente brusco, el niño se tambaleó hacia delante y los libros se esparcieron por la acera. Los demás comenzaron a reírse y salieron corriendo, gritando «¡Aprende, friki!». Incluso desde el otro lado de la calle pude ver la expresión de vergüenza del niño antes de que se pusiera en cuclillas para recoger los libros. Imbéciles. ¡Dios!, odiaba a los matones. Crucé la calle para ayudar al pequeño. Cuando llegué a su lado, me miró con cautela; le temblaba un poco la barbilla. Vi enseguida la leve cicatriz de cirugía para arreglar un labio leporino.
—Hola —dije en voz baja, sonriendo suavemente al tiempo que me inclinaba para ayudarlo a recoger los libros—. ¿Estás bien?
—Sí —dijo en voz baja, clavando los ojos en mí, con las mejillas rojas. —Te gusta leer, ¿eh? —pregunté, señalando los libros con la cabeza. Él asintió, sin dejar de mirarme con timidez. Miré el título del que tenía en la mano.

—Harry Potter… Mmm… Este es muy bueno. ¿Sabes por qué me gusta?

Nuestros ojos se encontraron y sacudió la cabeza, pero no apartó la mirada.

—Porque cuenta la historia de un perdedor en el que nadie creía, solo era un chico con gafas del que parecía fácil burlarse y que vivía debajo de las escaleras de la casa de sus tíos. Pero ¿sabes qué? Termina haciéndolo muy bien a pesar de que lo tenía todo en contra. No hay nada mejor que ver salir adelante a alguien que nadie piensa que va a ganar, ¿no te parece?
El niño abrió los ojos como platos, e hizo un gesto de asentimiento. Me levanté, y él hizo lo mismo.
—No dejes de leer. A las chicas les gustan los chicos que leen —añadí cuando le entregué los libros que había recogido al tiempo que le guiñaba un ojo. Esbozó una enorme sonrisa, y yo se la devolví. Mientras lo veía alejarse, percibí la presencia de Harry en una puerta, a solo unas tiendas de distancia, mirándonos con una expresión intensa e indescifrable en el rostro. Le sonreí también a él, ladeando la mirada, y me dio la impresión de que algo volvía a crepitar entre nosotros. Parpadeé, y Harry desplazó la vista hacia otro lado al tiempo que se ponía a caminar por la calle. Volvió a mirarme sin dejar de andar, pero, al ver que seguía observándolo, se volvió de nuevo al instante y siguió su camino.
Permanecí allí durante un par de segundos, estudiando a Harry mientras se alejaba, aunque luego volví la cabeza para mirar al niño, que iba en dirección opuesta. Solté un suspiro antes de darme la vuelta para acercarme al coche.
Al salir del centro del pueblo, me detuve en el vivero local y adquirí algunas flores, tierra y macetas de plástico a juego.
Cuando llegué a casa, me puse unos pantalones cortos y una camiseta, y pasé un par de horas plantando las flores, colocándolas en el porche y haciendo una limpieza general en el jardín, incluyendo arrancar las malas hierbas y barrer las escaleras. Uno de los escalones estaba flojo, pero se me daban de pena los arreglos del hogar, así que tendría que llamar a George Connick.
Cuando me incorporé y pude admirar mi trabajo, no logré contener una sonrisa. Mi hogar era adorable.
Entré y me di una larga ducha, limpiándome la tierra que se me había metido bajo las uñas y afeitándome por todas partes. Luego encendí la radio que había en la casa y escuché la música que emitía una cadena local mientras me secaba el pelo, en el que después utilicé un rizador para dejarlo suelto y ondulado. Me maquillé con cuidado y luego me hidrate la piel de las piernas antes de ponerme un vestido negro con brillos

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