La Tierra Mítica. Parte I

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Al cruzar el portal lo primero que sentí fue que mis pies se desprendían  de la superficie y que mi peso se alivianaba

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Al cruzar el portal lo primero que sentí fue que mis pies se desprendían de la superficie y que mi peso se alivianaba. Tenía la sensación de estar flotando o volando.

Aquel nuevo espacio era similar a un éter despejado.

En algún punto del viaje, la mano de Vera me había soltado, pero no sentía pánico. Me invadían sentimientos de calma.

Frente a mi campo de visión cruzó un rayo de luz zigzagueante; alcancé a captar la imagen de una pequeña avecilla, un colibrí dorado, que se volvió mi guía durante el trayecto.

El diminuto ser danzaba sobre aquel escenario celeste.

Intenté imitar sus movimientos y alcanzarlo pero, cuando extendí mi mano para tocarlo, se desvaneció, dejando solo una estela de oro en el aire.

Empecé a descender de forma suave, hasta que mis pies entraron en contacto con una superficie más sólida, pero a la vez inconsistente; era arena.

Mi percepción comenzó a aclararse, y en aquel lienzo azul se materializaron nítidas figuras. Estaba frente a una playa de arenas blancas y cálidas.

Un extenso mar de aguas espejadas acariciaba la costa con sus dedos cristalinos, depositando una gargantilla de níveo encaje sobre esta.

Frente a la playa se erguía una muralla infinita.

La misma parecía estar hecha de luz o, mejor dicho, de un peculiar fuego dorado. La valla incandescente poseía por una entrada, un portón de oro macizo. En cada hoja podían apreciarse intrincados diseños de alas con las letras ‹‹TM›› grabadas en cada péndola. De pie en uno de sus flancos, había un ángel guardián vigilando.

Tenía la impresión de estar contemplando las puertas del cielo —aunque jamás había estado allí—, pero esa era mi representación mental del ingreso al Edén.

—¡Es increíble!—señaló Vera. No sabía en qué momento había aparecido, pero allí estaba, tan maravillada como yo, admirando la divina creación.

—Es como estar en un sueño —aporté.

Casi por instinto, mis ojos vagaron por el paisaje, en busca del celestial que nos había acompañado.

Al fin lo ubiqué, próximo al empíreo portón de oro y fuego.

—¡Miren lo que trajo el colibrí! Te tardaste un poco en regresar Daniel, y además viniste con nuevas hijas pródigas...—observó el alado que custodiaba la entrada.

Tendría la misma edad que aparentaba Daniel, es decir, unos veinte años y digo ‹‹aparentar›› porque sabía que su existencia en el mundo se remontaba a mucho más tiempo que ese; a cientos de años atrás. Me sentí un bebé a su lado.

Los cabellos cobrizos del querubín ondeaban en armonía con la suave brisa marina, y el brillo de sus orbes almendrados solo era comparable con el de los astros.

‹‹¡¿Acaso todos los ángeles son jodidamente perfectos?!››


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