Mentira

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A través de una de las rendijas en la desvencijada puerta del “Cuatro Reinas”, el hostal más viejo de la ciudad capital, un par de renegridos orbes masculinos contemplaban con suma atención el bizarro panorama nocturno que ofrecían a diario las peligrosas calles circundantes. El gélido vientecillo invernal se colaba por un diminuto ventanal empañado que estaba ubicado junto al amarillento retrete. El abrupto descenso en la temperatura ambiental haría que cualquier persona corriese a buscar el ropaje apropiado, con el fin de evitar que la hipotermia se apoderase de su organismo. Dimitri no era un hombre cualquiera. Ni siquiera la punzante sensación que recorría su torso desnudo y el castañeteo involuntario de sus quijadas lograban acabar con su estado de perenne sopor. ¿Qué lo impulsaba a permanecer recluido en ese desagradable cuarto? ¿Por qué había decidido estar siempre solo? ¿Qué clase de ideas maquinaba su cabeza durante aquellas largas noches de insomnio? Ese inolvidable trece de diciembre sus múltiples secretos habrían de ser revelados…

Una chica muy bajita, escasa de carnes, pálida, ojerosa, vestida invariablemente con enormes camisetas de tonalidades chillonas, solía frecuentar la ruidosa taberna adyacente al “Cuatro Reinas”. Cada vez que Alena abandonaba ese recinto, lo cual sucedía siempre a eso de las dos de la madrugada, se la podía ver alcoholizada hasta el tuétano. Sus tambaleantes pies calzados con zapatos deportivos, que ya conocían de memoria el camino a seguir, la guiaban con presteza hacia una banca de piedra pintada de blanco al otro lado de la calle, en donde acostumbraba pasar la noche. Allí se posaba boca arriba, mirando el firmamento en silencio, completamente inmóvil. Mientras profusas marejadas de lágrimas recubrían sus opacas mejillas, con el pensamiento le rogaba a Dios que tuviese piedad de ella y que la despojase de su alma cuanto antes. No sabía cómo deshacerse de su amarga saliva, con sabor a culpa y agonía. Un colosal desfile de pensamientos tan oscuros como el mismísimo abismo iba inundando a un ritmo vertiginoso todos los intersticios de su martirizada consciencia. Beber en exceso sólo causaba que se redujese la intensidad de su dolor. El licor no eliminaría jamás aquellas memorias desgarradoras que le corroían el espíritu.   

—Ya no puedo seguir con esta farsa ni un minuto más... Esta mentira escondida es como un flagelo que mi corazón no olvida. ¡Cuánto desearía cerrar mis ojos y no volver a abrirlos nunca jamás! —susurró con trémula voz la angustiada chica.

—¡Por favor, resiste! Tus penas están por llegar a su fin. Ya no tendrás que soportar el enorme peso de la falsedad y el remordimiento —le aseguró Dimitri, aunque Alena no pudiese verlo ni escucharlo en ese momento…

*****

Durante la última batalla que tuvieron los “Guardianes del Color” contra los “Guerreros de la Nada”, estos últimos casi lograron apoderarse de la esencia contenida en el interior de las cien resplandecientes “Llaves Polícromas”, las cuales eran custodiadas por Undine, la ninfa blanca, creadora de los sueños y del arcoíris. Dichas llaves abren los múltiples portales dimensionales desde donde los ángeles nos envían los sentimientos puros en forma de burbujas luminosas. Sin la esencia de esas llaves, no es posible que los ángeles se conecten con nuestra dimensión. Hasta hace muy poco tiempo, era la nívea náyade quien recibía los relumbrantes globitos y se encargaba de hacérselos llegar a toda la humanidad mediante el mundo onírico. Pero con la invasión del emperador Mustanen y sus Guerreros de la Nada, Undine se vio forzada a sacrificarse para proteger las llaves, puesto que si estas desaparecían, los buenos sentimientos de los seres humanos se desvanecerían también.

La ninfa decidió dividir la esencia de cada una de estas llaves en dos partes de igual tamaño y repartirlas equitativamente entre los corazones de mármol de todos sus Guardianes del Color y los corazones de carne de los mortales. En cada una de las partes de las llaves, ella colocó una partícula de sus poderes creadores, es decir, una parte de sí misma. Aquellos hombres y mujeres cuya alma estuviese a punto de ser consumida por los nocivos efectos la mentira y la culpa (principales armas destructivas de “La Nada”) fueron elegidos como los portadores idóneos de entre los mortales. Cada Guardián del Color había de buscar al humano que poseyese la otra mitad de la esencia de su llave, y sólo lograría reconocer a dicho humano en cuanto su inerte corazón de piedra se transformase en uno mortal y comenzase a latir al compás del corazón de su contraparte humana. A partir del momento en que se diese la unión de los latidos, el Guardián debía observar al portador mortal desde la distancia por varios días, pues tenía que aguardar hasta que apareciese el halo plateado de la unión sentimental alrededor de las manos de ambos, lo cual le indicaría al Guardián que ya era posible acercarse al humano sin exponerse al peligro de ser detectados por Mustanen. Juntos habían de renacer como criaturas aladas intangibles e inmortales, los “Senkelari”, quienes se harían cargo de continuar con la labor de Undine.

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