Éxtasis. Parte II

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Lo besé como jamás había  besado a nadie en mi vida (porque nunca había dado un beso, de hecho) y sus labios me respondieron a la brevedad

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Lo besé como jamás había besado a nadie en mi vida (porque nunca había dado un beso, de hecho) y sus labios me respondieron a la brevedad. Su textura era tersa y su sabor tan dulce que encandilaba mis sentidos, para luego avivarlos con cada movimiento. Experimentaba una sensación de calma y frenesí al mismo tiempo.

Nuestros labios encajaban a la perfección, como si la misma mano celestial que había esculpido el rostro glorioso de Daniel, también me hubiera concedido a mí, una insignificante humana, la gracia de unos labios capaces de acoplarse a los de un ángel.

Sentí que mi pulso comenzaba a acelerarse y que los latidos de mi corazón se intensificaban, tanto como el fulgor de los astros que danzaban sobre nuestras cabezas en el vasto escenario celeste. Parecía que el cielo aprobara esa unión, como si estuviésemos predestinados.

Minutos después, empecé a sentir una flama en mi interior, que se extendía por cada fibra de mi cuerpo, por cada una de mis terminaciones nerviosas.

Mi mano tomó impulso y se deslizó, desde su cuello hacia su espalda, acariciando su camisa, absorbiendo el calor de su piel, que fluía a través de la tela.

Su mano, en tanto, acarició mi cabeza y sus dedos, como pequeñas aves, se escabulleron y escondieron entre mis cabellos.

La mía por fin había encontrado la entrada de acceso a su espalda, y comencé a trazar y recorrer senderos imaginaros sobre aquella dermis cálida y delicada.

De pronto, algo hizo que me detuviera; el contacto con una superficie irregular y áspera, que no encajaba en el esquema de su anatomía perfecta.

Daniel se apartó con brusquedad. Sus orbes estaban somnolientos, pero pestañeó para salir de aquel estado, recuperando su lucidez usual.

—Debemos detenernos—indicó. Su respiración todavía se sentía entrecortada, al igual que la mía.

Una corriente de aire frío me envolvió, ante aquellas palabras, y fui capaz de salir de mi propio estado de éxtasis y embeleso.

—Daniel... perdona. ¿Te ha dolido cuando toqué las cicatrices?—manifesté, en relación a las marcas de su espalda, las que tenía por la ausencia de sus alas.

—¿Qué? —Se mostró confuso—. No, no es eso. Es que lo que acabamos de hacer no es correcto —Sentí una dolorosa puntada en mi pecho—. No podría funcionar...

—¡Pues hace dos segundos no lo parecía! —solté, con enojo —. Pero descuida, lo entiendo. Ahórrate de dar patéticas excusas.

El dolor se tornaba insoportable.

—Dudo que lo hagas—susurró y algunas sombras se posaron en sus ojos, ensombreciéndolos.

—¿Ahora juzgas también mi capacidad de entendimiento? —Me aparté, indignada y pesarosa. Mis ojos estaban ardiendo—. ¿Sabes qué? Tienes razón. Lo nuestro no va a funcionar, porque tú eres un idiota—simplifiqué—. Lo mejor será despedirnos ahora, y que cada uno siga su propio camino. Y tranquilo, que me ocuparé de la tarea que me encomendaste. Yo no cambio de opinión tan fácilmente.

El celestial abrió los ojos como platos. Pero, en lo demás, yacía igual de petrificado que el querubín de la fuente.

Me di la vuelta y empecé a caminar rumbo al palacio. Él no intentó detenerme. Si hubiera querido podría haber salido de su estado de catatonia y seguirme, pero había herido su ego o, en efecto, era un idiota.



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