El Circo. Parte II

1.2K 237 86
                                    

El anochecer era agradable, surcado por una brisa suave y perfumada con los odoríferos rosales colindantes

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

El anochecer era agradable, surcado por una brisa suave y perfumada con los odoríferos rosales colindantes.

Bajo el porche, yacía una reluciente carroza. El armazón era de hierro forjado y madera, cuyo inmaculado tono despuntaba en la oscuridad. Las cuatro farolas, ubicadas en los laterales, también le atribuían un brillo adicional que creaba la ilusión de que el vehículo era mágico.

Cuatro briosos corceles, dispuestos en flecha, tiraban de ella. Los mismos estaban engalanadas con sólidos herrajes y adornos de plata colocados alrededor de sus esbeltos cuellos.

El lacayo era un jovencito de rostro amable. Iba vestido con una chaqueta bermellón sobre la que destacaba una hilera de botones dorados.

Cuando estuve próxima, abrió la pequeña puertecita del carruaje y me tendió la mano para ayudarme a subir. Sonreí en agradecimiento y él me devolvió el gesto.

‹‹Al menos alguien aquí es cortés›› pensé y, de manera inconsciente, volví mi vista hacia Daniel. El alado tenía una mirada ensombrecida puesta en el paje, que provocó que aquel se encogiera sobre sí mismo.

Después de que los hombres subieran nos pusimos en marcha.

La carroza siguió el zigzagueante sendero en dirección al misterioso bosque que se abría delante.

El traqueteo del carruaje, sobre el empedrado camino, era amortiguado por los suaves y mullidos asientos de terciopelo.

Daniel estaba sentado junto a mí y, debido al reducido espacio, nuestros hombros se tocaban de vez en cuando provocando pequeñas descargas eléctricas entre ambos.

No podría explicar qué era peor: si tenerlo a él tan cerca "electrificándome" o estar soportando la penetrante mirada de Darius, similar a la de un sumo inquisidor.

Opté por centrar la visión en el paisaje circundante.

La noche ofrecía una vista distinta del palacio, cuyas torres rectangulares destellaban. Parecía que aquellos pilares de piedra estaban cubiertos con fino polvo de estrellas que llovía desde el éter.

La fachada era soberbia, fastuosa e imponente, como un titán de roca.

Siempre me había preguntado ¿para qué querían las personas ricas casas tan grandes?

Antes de que la ciudad donde vivía se convirtiera en ruinas, había varias mansiones dispuestas en la zona residencial. Cuando la guerra acabó con todo, tuve oportunidad de visitar los escombros de las mismas y hacer mi propia investigación.

Me imaginaba a unas pocas personas viviendo allí: recorriendo los infinitos pasillos, vagando por las múltiples habitaciones suntuosas, sin llegar a habitarlas todas. Tal vez algunos sirvientes residirían en la planta baja, pero el resto de los cuartos estaban condenados a permanecer siempre cerrados y vacíos, poblados tan solo por las motas de polvo que se iban apilando en los muebles al igual que, en ese momento, se apilaban sobre ellos las cenizas de la devastación.

A medida que seguimos avanzando distinguí una pequeña villa con edificaciones de piedra, ungidas por la satinada luz lunar. Las ojivales ventanas y sus persianas de madera, parecían ojos dormidos o a medio cerrar. Cada vivienda poseía su propio jardín, surcado aquí y allí, por impolutos rosales.

Deduje que aquel lugar podría ser la residencia de la guardia real o de sus familias. Si bien, la mayoría de los soldados vivía en el pueblo, a fin de vigilar a los habitantes y sofocar cualquier acto de levantamiento, otra buena parte del ejército debía permanecer allí, para custodiar la vida de Argos y sus ‹‹preciados recursos››.

En lo profundo del bosque, el denso follaje sofocó cualquier vestigio de luz, provocando que la penumbra se adueñara del sendero. Por fortuna los caballos conocían bien el camino y avanzaban guiados por un ancestral e instintivo sentido de la orientación.

Las ramas de los árboles apenas se movían. En lo alto, se entrelazaban unas con otras y tejían sus impenetrables mantos vegetales.

La imagen en su conjunto era lóbrega y enigmática. Parecía lejana en el tiempo y ajena a cualquier rastro de civilización.

Luego de un largo trayecto silencioso comencé a oír murmullos y percibí voces humanas, música y el resplandor de pequeños fuegos danzando entre los árboles.

Conforme nos acercamos al bullicio, los caballos disminuyeron su trote. Poco después se detuvieron y el conductor anunció que ya podíamos descender. El primero en hacerlo fue Darius, irradiando ‹‹genuina caballerosidad›› como siempre; a continuación bajé yo y por último Daniel.

En esa ocasión el pobre lacayo no se había atrevido a acercarse. Adiviné que aquello se debía a Daniel y a su comportamiento de ‹‹ángel macho alfa››.

Otros carruajes estaban estacionados en hilera en aquel sitio, donde los caballos pastaban tranquilos las finas briznas cubiertas por el noctámbulo rocío.

No muy lejos estaba el gentío. Soldados con uniformes de gala y otros individuos vestidos de manera elegante: mujeres, jóvenes y niños, ‹‹la aristocracia de El Refugio››

La atmósfera estaba cargada de un penetrante aroma a regaliz que evocó recuerdos de una infancia ‹‹feliz››. Una donde, al menos, mi estómago no rugía como animal hambriento cada vez que pensaba en comida.

Para distraerme, dirigí la vista hacia la gran aglomeración. Desde aquel punto fluía la música y brotaba la luz. Ahí ‹‹El Circo›› cobraba vida. 

Místicas Criaturas. El RefugioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora