1. El señor Gato

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Era una posada de posta, apenas un chamizo de madera y paja donde el ocasional carretero o mensajero podía descabalgar, tomar algo para entrar en calor, cambiar el caballo y seguir camino sin más monsergas. El local estaba acostumbrado a recibir visitantes de lo más variopinto, de todas las etnias, nacionalidades y colores, pero aquella tarde de octubre tardaría en borrarse de la memoria del tabernero.

Había empezado con el señor Gato, y solo el señor Gato ya era algo difícil de olvidar. Aquel era todo el nombre que había dado tras pedir una buena jarra de cerveza y un plato de guiso de la casa, caliente y grasiento, muy reconfortante.

Luego se había ido a un rincón de la sala, cerca de la rudimentaria chimenea, había puesto sus botas negras sobre el respaldo de una silla y se había dedicado a liar un cigarrillo con aire indolente y minucioso, ignorando al resto del mundo, los ojos escondidos bajo la sombra de su sombrero.

No había nada ni medio normal en él. Era flaco, pero no como las princesas o los jóvenes, era flaco como un arbusto. Esa clase de flaco enteco que sugiere que el tipo en cuestión esta tallado a esa medida, impresión reforzada por el color oscuro de su piel, no negro, ni moreno, ni café, simplemente oscuro, casi sucio, pero de una manera uniforme, lo cual unido a sus peculiares rasgos no dejaba que se hiciese uno una idea de dónde podía venir el individuo.

Tenía los ojos de un intenso color amarillo y el cabello de un negro desvaído tirando a gris manchado de mechones plateados, corto militar después de una semana de crecer, la nariz chata y un bigotillo que bailaba con las comisuras de sus labios, las cuales parecían mostrar una inquietante tendencia a levantarse en una sonrisa que dejaba a la vista dos colmillos finos como agujas y una dentadura blanca y cuidada, cosa muy rara entre la gente del camino.

Pero sobre todo era cosa de su presencia. Vestía sobreveste, calzón, botas y sombrero, y todo verde musgo y con pinta de ser vestimentas de buena calidad, gastadas por el uso frecuente y las continuas inclemencias del tiempo, menos las botas, que estaban impolutas. Se movía con ese balanceo lento y deliberado de los gatos y los buenos espadachines, pero aunque parecía un mosquetero desterrado, no se veía espada alguna al cinto. Su voz era suave, la clase de voz engañosamente tranquila que parece estar escondiendo un puñal en cada silaba y hace a su dueño impredecible y peligroso.

El posadero le llevó el plato de cerámica y la jarra a la mesa y el viajero le saludó con un leve asentimiento y le lanzó una moneda de oro, sin mirarle siquiera. Vació el plato como si no hubiese comido en años, lo cual quizá fuese verdad, deleitándose en cada pedazo de grasa y vaciando su jarra con tragos largos. Una vez dio cuenta de todo, volvió a poner los pies en alto, encendió el cigarrillo con una vela y se quedó en su rincón, formando aros de humo con cada bocanada.

Permaneció allí hasta entrada la noche, sin hacerse notar, esperando en silencio, dormitando. El posadero estaba sufriendo un grave dilema ante la necesidad de informar a su cliente de que el local no contaba con cama en que dormir y largarlo, porque interiormente se había formado la idea de que el señor Gato no era trigo limpio, y lo cierto es que su razón tenía.

Cuando consiguió reunir el valor para salir de la barra y echar a su ultimo cliente, la puerta se abrió de un portazo y el frió viento de la noche apagó durante un segundo todas las velas, que volvieron a encenderse al segundo como si nada hubiese ocurrido.

El mundo pareció recuperar su luz y su calma durante un segundo, luego el ser surgió de las tinieblas de la noche y se adentró en la posada. Caminaba bamboleándose, como si no supiese muy bien cómo funcionaba aquello de andar, tenía la calavera de un lobo por todo rostro y su cuerpo estaba hecho de ramas y musgo, de huesos pequeños y grandes y de fuego, un fuego verde que latía despacio en el pecho del engendro.

Avanzó despacio, ante la atónita y aterrada mirada del posadero, hasta llegar a la mesa que ocupaba el señor Gato, quien apagó su ultimo cigarrillo y lo invitó a tomar asiento.

El ser se detuvo ante el viajero y le habló con una voz cavernosa, grave, que surgía de todas partes y de ninguna y retumbaba en cada viga de la pequeña posada.

—Señor Gato. Es un placer ver que acepta nuestra oferta

—Aún no he aceptado nada, querido cliente. No obstante, estoy dispuesto a concertar los términos de un acuerdo que pueda obrar en nuestro mutuo beneficio. Ahora, si no le importa, hablemos de mi pago.

—Está dispuesto, según lo convenido. Si tan solo quiere seguirnos...

El pecho del ente se retorció mientras la luz verde parpadeaba, llenando la cabaña de sombras grotescas, apagando y encendiendo las velas con cada latido. Luego el monstruo de madera se hizo pedazos en el suelo y de sus restos surgió un cuervo, blanco e intangible como el humo, que voló hacia la noche.

El señor Gato lo vio salir y lo siguió afuera. Se detuvo en el umbral y arrojo un par de monedas más al tabernero.

—Por las molestias.

Y tras aquellas escuetas palabras, la noche se lo tragó.


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