HISTORIA 3 (o cómo entrampar a un tramposo)

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  Ni siquiera tuve tiempo de contestar a mi hermano cuando el gran espacio exterior donde nos encontrábamos pareció encogerse, y sin saber cómo nos vimos en medio de una enorme habitación con grandes ventanales por donde entraba la luz del atardecer a través de unas cortinas de telas suaves y de colores muy cálidos. El suelo estaba lleno de alfombras, y donde antes había una mesa con frutas ahora se encontraba una gran mesa preparada como para un banquete.

  La comida olía de maravilla. Aunque la mayoría de alimentos eran extraños para nosotros, se nos hizo la boca agua porque desde el desayuno no habíamos probado bocado. Aún así, no me parecía muy prudente comer nada hasta que no supiéramos, por lo menos, dónde estábamos. Justo iba a expresar mis dudas cuando mis hermanos ya tenían la boca llena.

  —¡¿Pero qué hacéis?! —les grité—. ¿Es que no podéis esperar? ¿Y si estuviera envenenada?

  —Venga, Irina —dijo Luis—, tú serías incapaz de inventar algo así.

  —Opino lo mismo —dijo Julián, al que se me hacía difícil entender con la boca llena.

  —Relájate un poco —me pidió Natalia—. Creo que después de todo lo que acabamos de pasar, nos lo merecemos.

  —Esto está muy bueno, pruébalo —me ofreció Carmen.

   Justo me iba a meter en la boca algo parecido a una tarta, cuando se plantó delante de nosotros un hombre alto, extremadamente delgado y con cara de muy pocos amigos.

  —¡A mí la guardia! —gritó.

    Casi ni había acabado de decirlo cuando entraron en tropel unos veinte soldados con las armas en la mano, como dispuestos a atacar.

  —¿Cómo osáis a ni tan siquiera oler la comida de la sultana? —preguntó rojo por la ira.

  —Jo, pues como se coma todo esto, no veas cómo se va a poner —dijo entre risas José.

   Natalia, que casi lo fulmina con la mirada, se apresuró a contestar:

  —Lo sentimos muchísimo; no sabíamos nada, en serio. Le prometo que mis hermanos y yo nos marcharemos enseguida sin hacer ruido. Nadie se enterará de que hemos pasado por aquí.

  —¿Qué ocurre? —preguntó una voz muy dulce que venía de la entrada—. ¿A qué viene tanto escándalo?

   Los soldados se hicieron a un lado para dejarla pasar, y entonces la vimos. Era como un hada; alta, con un porte elegante, su pálida piel daba la sensación de ser muy suave. El pelo cobrizo le caía sobre los hombros y andaba de una forma tan delicada que parecía flotar. Pero lo que más llamaba la atención era la inmensa tristeza que se leía en sus ojos.

  —Oh, sultana, hermosa flor de primavera, estos ladrones pretendían robar todas las exquisitas viandas preparadas para celebrar nuestro compromiso matrimonial —dijo el señor feo con un exagerado aire de peloteo.

  —Por favor, visir —replicó la sultana—, no seas ridículo. Primero, son sólo niños y no tienen pinta de ladrones; y segundo, aún no he aceptado el compromiso.

   El visir, que fue como le llamó la sultana, se puso rojo como un tomate y dijo:

  —Permitidme recordaros, oh, sultana, que las leyes de nuestro reino castigan con la pena de muerte a los ladrones. Si queréis pasarlo por alto, de acuerdo, pero pensad en esto: estos impresentables han burlado a toda la guardia y han entrado hasta este mismo aposento del palacio; una osadía que sin duda merece un castigo.

  —No digas tonterías —dijo la sultana, que cada vez nos caía mejor—. Seguro que estos chicos tienen una explicación lógica del porqué están aquí y cómo han llegado.

Siete historias (o excavando en el pozo de la fantasía)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora