Ese sencillo beso me afectó profundamente, pero el que nuestros dedos siguieran unidos significó aún más. Anhelé fundirme con él, absorber su fuerza, su calma. Pero me quedé donde estaba. No podía confiar en un hombre, y menos para que me reconfortara. No me permití pensar que estaba confiando en él para que solucionara el problemita de la fotógrafa.
—Gracias —dije con sequedad.
—De nada —contestó él, también seco—. Ahora, cuéntame por qué quieres ver ese salón de belleza.
—Quiero ver qué servicios ofrecen —me encogí de hombros. Era verdad. No dije que también quería descubrir si Nora era clienta habitual.
—¿Por qué? —persistió él.
Ignoré su pregunta y miré por la ventanilla. Los cristales eran oscuros por fuera y la gente no podía vernos a nosotros.
—¿Crees que podrías conseguirme una lista de las empleadas del salón? —si Nora no era la otra mujer, esa lista podría ayudarme a conseguir otras pistas.
—Desde luego —dijo Harry—. Si me dices para qué la quieres.
—Bueno —me volví hacia él, ideando una mentira—, mi madre tiene una gemela y las separaron al nacer. Lleva toda la vida buscando a su hermana y sospecho que podría ser una de las empleadas. Y ahora que mi madre se muere de cáncer… —me limpié una lágrima imaginaria— me gustaría hacerle este regalo.
—Muy trágico —dijo Harry seco—. ¿Sabías que tu voz se vuelve más aguda cuando mientes?
Diablos, mi madre me había advertido sobre eso. Cruce los brazos sobre el pecho y arrugué la frente.
—Tal vez un regalo mejor para tu madre «moribunda» sería darle nietos —sugirió él.
—No eres nada gracioso —le dije, al alzar las pestañas y ver cómo me miraba, divertido.
—Hemos llegado —dijo Harry cuando la limusina se detuvo ante un edificio blanco. Sin esperar al chofer, abrió la puerta él y salió. Me ofreció una mano.
—¿Se supone que vamos de incógnito? —preguntó él. Cuando vio que yo arrugaba la frente, confusa, se explicó—. Antes de salir me preguntaste si sabía cómo ser taimado.
—No quiero que se enteren de mi nombre, pero no importa que digas el tuyo.
—Entonces, deja que hable yo.
Entramos juntos. Había un largo mostrador atendido por varias jovencitas muy atractivas. Demasiado jóvenes para Jonatito, sin duda. Aunque estuviera dispuesto a arruinar su matrimonio, no le creía capaz de arruinar su reputación profesional por una menor.
Pero, ¿qué sabía yo de los hombres?
—¿Cómo puedo ayudarles? —preguntó una rubia.
—Soy Harry Styles y me gustaría hablar con la propietaria —su voz rezumó autoridad—. Mi prometida no está segura de qué salón utilizar el día de nuestra boda. He venido para ver qué clase de servicios ofrecen para que mi corderita se sienta muy especial ese día.
Se me revolvió el estómago al oír «prometida», y «corderita» me provocó un retortijón. ¡Corderita!
—El dinero no es problema —siguió Harry—. Nos interesa el tratamiento completo, por supuesto.
Quizá me equivocaba, pero me pareció ver símbolos de dólar destellar en los ojos de la rubia.
—Vengan por aquí —dijo—. Brenda está en su despacho y estará encantada de hablar con ustedes.
—Mientras mi chiqui-queridín habla con ella —dije—, echaré un vistazo, ¿vale? —sin esperar su permiso, pasé ante el mostrador y tomé un largo pasillo.
—La acompañaré —dijo una de las chicas, poniéndose a mi lado en un instante.
Durante veinte minutos, recorrí el salón entero, charlando con las empleadas. La masajista, la experta en aromaterapia. La manicura, la especialista en bronceado. A todas les hacia la misma pregunta: ¿Es clienta mi tía Nora, Nora Hallsbrook? Porque si no lo es, tengo que traerla. Le encantaría este sitio.
—Sí, es cliente habitual —contestaron todas, confirmando mis temores.
Jonathan el Jeta estaba costeando los lujos de Nora mientras trataba a su esposa como si fuera un insecto molesto. Iba a sufrir. Yo haría que sufriera. Cuando regresara de Colorado lo seguiría cámara en mano y lo pillaría en el acto. Después ayudaría a mi madre a despojarlo de cuanto poseía.
¡Bastardo asqueroso!
Cuando acabó mi visita, volví a la entrada. Harry esperaba en la puerta y la recepcionista flirteaba con él, pasando un dedo por su brazo mientras hablaba. Noté, con disgusto, que llevaba un brazalete verde.
Para mi sorpresa, Harry retiró el brazo discretamente. Incluso se apartó de ella. Tenía los hombros tensos y parecía tan incómodo que la furia que borboteaba en mis venas se extinguió.
—Osito —lo llamé—. He vuelto.
—Corderita —me miró a los ojos y sonrió con alivio—. ¿Has visto todo lo que querías ver?
—Sí —intenté ir hacia él, pero no pude mover los pies. Parecían clavados al suelo. Sentí que una oleada de algo extraño surgía en mi interior. Algo triste y vulnerable. Las lágrimas afloraron a mis ojos.
Harry estuvo a mi lado en tres zancadas y rodeó mi cintura con el brazo. Lo permití. En ese momento odiaba a todos los hombres, pero lo permití. Mi Tigresa parecía estar en huelga y no tuve la fuerza para protestar o rechazar su apoyo.
Quizá, muy en el fondo, no quería protestar. Harry no era como Richard el Bastardo. Harry no era como Jonathan el Jeta. No flirteaba con recepcionistas guapas. Harry me telefoneaba sólo para oír mi voz y hacía que me sintiera importante y necesitada.
—Venga —dijo con gentileza—. Vamos a llevarte a casa —me condujo a la limusina. No hablamos en todo el viaje. Lo agradecí. No sabía qué me pasaba ni por qué mis emociones habían elegido ese momento para desbordarse.
—Hemos llegado, cariño.
Abrí la puerta o intenté salir, pero él me detuvo poniendo una mano en mi muñeca. Con la otra me ofreció la lista que le había pedido.
La agarré y corrí dentro del edificio antes de estallar en lágrimas.