07.

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Cuando el día viernes comienza, con su turno en la repostería y una ligera lluvia cayendo en las calles del olvidado pueblito de Inglaterra, Harry piensa que va a ser el mismo día viernes que ha estado teniendo desde que se mudó solo a su departamento hace un par de años atrás.

En ningún momento piensa que va a terminar, a las cuatro de la madrugada, sonriendo al techo de su piso, con Totora ronroneando mientras está echada en su estómago y él acariciando tras las orejas de su gata.

Tampoco se ve a sí mismo llamando a Gemma, a las cuatro con cuarenta y cinco minutos, para contarle todo lo que sucedió. Y mucho menos, se ve hablándole a una fotografía de su madre para decirle que ha encontrado el momento perfecto, del que ella tanto le hablaba, para afrontar su síndrome, para dejar de verlo como el impedimento de un montón de cosas.

Es por eso que, a las cinco con cinco minutos, manda un mensaje.

Son las seis con quince minutos cuando su alarma suena ese día viernes por la mañana. Es una canción de un grupo que nadie conoce (eso, en palabras de las páginas de música que visita), que le hace despertar con una grata sensación en el estómago.

(Smells like Summer de Early Hours.)

La pone a un volumen moderado, conectando su IPod al parlante que está bajo su mesa del televisor, mientras toma desayuno —un tazón de leche con cereal y una manzana roja— sentado, con las piernas recogidas, sobre su viejo sofá de color marrón.

Las gotas de lluvia golpean de manera suave las ventanas de su departamento. Se visualizan en el vidrio y Harry no puede evitar seguir con su mirada la carrera de las gotas cayendo por la extensión de su vista a la calle.

De fondo, ya no es la misma canción. Y mientras Harry da la última mordida a su manzana, tararea la melodía de Dreaming de Smallpools.

Vestirse es rápido luego de eso. Es solo un jeans negro, sus gastados botines marrones y un suéter lavanda. No está frío; después de todo, conoce este extraño clima. Es solo lluvia que, según el tiempo, durará hasta entrada la madrugada.

Así que cuando sale de su departamento, con los audífonos puestos, un grueso abrigo y un gorro para proteger su cabello, a eso de las siete-treinta, el camino hacia la repostería pasa entre charcos en la vereda, viento en la cara y melodías en su cabeza.

Llega cinco minutos antes a su turno de las ocho, justo cuando Noelia está abriendo la puerta para dejar entrar a los empleados y a los futuros primeros clientes de la mañana.

Hay tantos buenos días saliendo, antes de las ocho-treinta, de la boca de Harry, que a las diez con veinticinco minutos, ya ha perdido la cuenta de todas las personas que han entrado en la tienda. Algunas han dejado pedidos extensos que el turno de la tarde tendrá que entregar, otros solo han pedido uno que otro muffins y solo una señora de edad ha comprado más de un kilo de pan porque "mis nietos han llegado hoy, muy temprano, y están hambrientos. Así que haré desayuno como para un ejército".

(Harry, después de que la señora se hubiera marchado, se recordó a sí mismo regalándole una sonrisa que no se sintió forzada, y también se recordó dejando ir un "que tenga una buena mañana" que no fue solo dicho por buena educación.

Harry se preguntó si eso era un avance que antes no había notado.)

La canción que le despierta no deja de salir en un suave tarareo cada vez que no está atendiendo a un cliente, hasta que Marta, la señora con la que está compartiendo el turno en el local, le dice que ponga su música de fondo. Harry no tarda en hacer de la repostería un lugar con ambientación indie gracias a la lista de reproducción que tiene en su IPod.

Bajo las hojas del otoño » l.s.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora