Su recuerdo

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Faltan diez minutos para las once de la noche. Estoy sentado en mi sillón, ese en el cual paso horas después de cenar, mirando alguna serie o película. Últimamente paso demasiado tiempo en él. Ya no hago otra cosa del rato que dispongo libre.  Hace mucho que no abro un libro, he dejado de hacer cualquier tipo de deporte y tampoco tengo ninguna afición con la que entretenerme. Simplemente, dejo que el reloj vaya marcando sus largos minutos, hasta el momento en el que decido irme a dormir. Cuando llega ese momento, tampoco es que me haga especial ilusión, vivo en un pequeño cuchitril a las afueras de la ciudad, en un barrio que está lejos de todo y de todos. Quizás mejor así —me digo a mí mismo muchas veces—. Mi habitación es si cabe, mucho más pequeña que el salón, de ahí que no me haga especial gracia moverme de mi sillón. La cama es de noventa y las paredes apestan a humedad, ya que vivo en un sótano. El calor en estas fechas de agosto es sofocante, aún en estas horas de la noche y tratándose de un piso que está bajo el nivel de la calle.

    Por hoy decido que ya basta de televisión, que no me interesa el programa que estoy viendo en absoluto, que si ni siquiera me importa mi vida, como me va a importar la de otros. Suena duro, lo sé, pero llegado a este punto en el que me encuentro, todo me da igual. No me importa si es lunes o sábado, si es de día o de noche. Muchas veces ya ni me acuerdo de comer. He perdido nueve kilos en los últimos meses. Me he dejado por completo. Mi higiene y aspecto deja mucho que desear. Sinceramente, me miro al espejo y hasta yo siento asco de mí mismo. Quizás sea por esa misma razón, que ningún compañero quiera ya salir conmigo. Ellos creen que no, pero cuando se asignan las parejas que van a trabajar durante el día, me doy cuenta de que no quieren ir conmigo, puedo ver en sus miradas el temor de que nombren mi nombre junto al suyo. Que estupidez, pienso en ese momento, ni que yo fuera un monstruo. Pero sí, lo soy a ojos de ellos, un monstruo que apesta. Por este motivo, la mayoría de los días acabo saliendo solo a trabajar.

    Apago el televisor y me dirijo a mi cuarto. Una vez en él, descubro la cama desecha, para variar. Una de las muchas cosas que ya no me molesto en hacer —¿para qué?—, pienso, si por la noche la volveré a deshacer. Me meto en ella, no me quito la ropa, tan solo las zapatillas de deporte. Así, si me duermo como me suele pasar últimamente, me ahorro el tener que vestirme a toda prisa para ir a trabajar.

    Una vez estirado, cierro los ojos, y como cada noche, allí está ella. Con su espectacular mirada, ese color de ojos que me hacen perder la cabeza, verdes turquesa como el mar. Ese mar, al que tantas veces habíamos ido para ver atardecer. Recuerdo el color dorado de su pelo entre los rayos de sol. Su sonrisa perfecta, que tanto me gustaba y que ella no paraba de enseñar, pero no porque yo se lo pidiera, sino, porque ella era así, y estaba todo el día con su eterna risa, que acababa contagiando, aunque yo estuviera enfadado con ella o simplemente hubiera tenido un mal día.

    Abro los ojos, necesito sacarla de mis recuerdos. A esta altura ya debería haberla olvidado, pero no puedo. Infinidad de veces he cogido el teléfono con intención de llamarla, de saber de ella, de preguntarle —hola, Kate ¿cómo te va todo?—, y así escuchar su voz una vez más. Pero por suerte no tengo el valor suficiente, —y mejor así.

    Hace mucho, que ya no sé nada de ella. Tenemos un amigo en común, Jason, bueno de hecho él es compañero mío de trabajo. Desde que Kate y yo lo dejamos, él era quien me mantenía al día sobre cómo estaba ella. Pero últimamente, sin saber por qué, Jason y yo nos hemos distanciado mucho. Una buena parte de culpa la tiene el nuevo caso que le han asignado, y eso le obliga a hacer turnos distintos a los míos, y de ahí esa falta de contacto que ha llevado a nuestro distanciamiento.

    La verdad que es una lástima, me duele el no vernos tanto como antes. Jason es el compañero perfecto, buen amigo y gentil, un tipo con don de gentes, educado y responsable, con una clase digna de los galanes de cine del siglo pasado. Tan solo tiene dos defectos a mi parecer: fuma en exceso, una marca de cigarrillos de nombre impronunciable, que jamás he visto fumar a nadie más y es algo despistado. Pero eso a mí no me importa, a pesar de mi poca tolerancia al tabaco. Jason es por encima de todo un buen compañero y mejor amigo.

    Llevo ya una hora intentando dormir, mirando el techo, no hay manera, una noche más en vela, que seguramente haga que llegue tarde al trabajo a la mañana siguiente. Decido mirar el móvil, ojeo las redes sociales en las que estoy registrado, miro algo de prensa deportiva y compruebo que no me ha llegado ningún mensaje nuevo, que estupidez —me digo—, hace mucho que ya nadie me escribe.

    Es la una y media de la madrugada, cuando de repente suena mi teléfono, parece mentira, pero me había quedado dormido. Me pregunto quién será a estas horas y para qué. Seguramente sea del trabajo. Dudo si cogerlo, no me apetece madrugar para asistir a algún dispositivo de última hora montado a toda prisa. El teléfono deja de sonar, respiro aliviado. Vuelvo a cerrar los ojos e intentar no pensar en nada para dormirme otra vez. De repente, vuelve a sonar nuevamente, estoy a punto de lanzarlo por la ventana, pero justo recuerdo que vivo en un sótano y otra cosa no, pero de ventanas voy escaso.

Finalmente, descuelgo y efectivamente es del trabajo, pero la voz que se escucha al otro lado no me suena de nadie de mi unidad. Es una voz conocida, pero no consigo ponerle cara. No me llaman para formar parte de ningún dispositivo al día siguiente. Es una llamada relacionada con mi profesión, pero por algo que jamás podría haber imaginado, algo que nunca desearía haber escuchado.

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⏰ Última actualización: Aug 07, 2016 ⏰

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