—Vamos a la cocina —dije. El poco espacio que había entre nosotros no era suficiente para mi paz mental—. ¿Quieres beber algo? —no esperé su respuesta. Salí, obligándolo a seguirme o quedarse solo.
Me siguió.
Cuando la barra de la cocina se interpuso entre nosotros, empecé a relajarme, a recuperar el control. Ni siquiera perdí la calma cuando se sentó en un taburete, observándome y provocando en mí un anhelo que no quería reconocer.
Me concentré en rebuscar en un cajón que contenía artículos variados. Encontré una libreta y la coloqué ante mí, casi como un escudo protector.
—Como has dicho, tengo una lista de preguntas…
—¿Por qué no te sientas aquí? —me cortó él. Dio una palmada en el taburete que tenía al lado. Cuando no me moví, añadió—. No te oigo bien.
—Oyes perfectamente.
—¿Qué has dicho? —pregunto él, llevándose una mano a la oreja.
—He dicho que oyes perfectamente.
—Por favor, habla más alto —sus esfuerzos para no sonreír eran patentes—. No te oigo.
—Eres imposible —dije, tras mirarlo en silencio.
Solté un suspiro y arrastré los pies hasta el taburete.
Me senté de modo que ninguna parte de nuestros cuerpos se rozara, lo más lejos posible de él. No entendía por qué quería que me sentara a su lado. ¿Intentaba ser amistoso? ¿Pretendía relajarme? ¿Se sentía atraído por mí?
—Pregunta número uno…
Él no me interrumpió esa vez. Oh, no. Mis palabras se apagaron en el aire cuando se inclinó hacia mí, acortando la distancia que nos separaba.
Olisqueó el aire alrededor de mi cuello.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté, odiando el timbre jadeante que parecía haber adquirido mi voz.
—¿Qué es ese olor? —preguntó él, a su vez.
Me quedé helada. ¿Acaso mi olor era tan desagradable que sólo tenía que inclinarse hacia mí para captarlo? Controlé el impulso de romperle la nariz; por comentar sobre mi pestilencia.
—No sé que es —olisqueó de nuevo.
—¿Es muy desagradable? —pregunté, con las mejillas ardiendo.
—Es bueno. Algún tipo de flor.
Primero pensé: «¡Hurra! No apesto».
Después:«¡Oh Dios mío!».
Me pregunté si intentaba seducirme. A mí, una persona pequeña, amargada y malhumorada. Tenía que ser. Mis venas hirvieron de excitación, aunque no estaba dispuesta a admitirlo. Era asombroso, la verdad. Tal vez mis nuevos labios de **** fueran realmente irresistibles. Tal vez…
Calma. Mejor no precipitarse. Estudié los rasgos de Harry. No había indicio de seducción ni de deseo, sólo de curiosidad. Debía haber malinterpretado sus intenciones. Mi excitación sufrió una muerte lenta. Según decía el Tattler, era posible que tuviera novia. Caroline Flack, para ser exactos. Claro que no intentaba seducirme.
—¿Cómo se llama ese perfume? —preguntó él.
—No llevo perfume. Debe ser mi champú o mi desodorante —me mordí el labio tras decir la última palabra. Tal vez decirle que olía mi desodorante equivalía a insinuarle que captaba mi olor corporal.
La libreta que tenía sobre las rodillas cayó al suelo, proporcionándome una distracción muy necesitada. Me agaché y la recogí sin mirarlo.
—Bueno, empecemos con la primera pregunta.