Si queréis saber de dónde sacan sus ideas los asesinos, se los diré: de mujeres despechadas. ¡Lo que podría haber hecho yo con unas tenacillas de rizar el pelo y una pica para hielo… !

Bueno, eso ya no merece la pena pensarlo.

PARTE 2

La llamada de Richard había dado inicio a un día que iba de mal en peor. Hacia un rato me habían quitado uno de los mayores proyectos de mi casi inexistente carrera como planificadora de fiestas. Sólo por negarme a ofrecerle al dueño de Industrias Glaston una «fiesta privada», según sus palabras, en el asiento trasero de su lujoso automóvil.

Me despedía cuando ya llevaba cuatro semanas planificando el banquete anual de la empresa.

¡Cuatro semanas largas, tortuosas y mortales!

Al oír la repugnante oferta, mi Tigresa interior salió a la luz y le presenté mi rodilla a la entrepierna del señor Glaston; segundo punto de mi tanteo.

No hace falta decir que no fue un encuentro amistoso. Antes de que me demandara por agresión, me metí en este taxi para reunirme con mi siguiente cliente. Entonces fue cuando encontré un trozo de comida podrida pegado al cinturón de seguridad. Supuse que era comida. No quería ni imaginar qué otra sustancia podía provocar una mancha de grasa indeleble.

La grasa, o lo que fuera, era el menor de mis problemas. Cuando entré en el taxi, pensé que el taxista tenía un problema de gases. Erróneo. El repugnante olor a excrementos de perro provenía de mis zapatos. Debía haber pisado alguna boñiga de camino a Industrias Glaston. Deseé haber dejado parte del regalito en los pantalones del señor Glaston.

¿Es horrible por mi parte desear que Richard y él se pudran juntos en el infierno?

Un momento. Empiezo a rezumar amargura otra vez. No quiero ser una mujer amargada. En serio. Quiero ser fuerte. Las mujeres fuertes son felices. Y yo deseo desesperadamente ser feliz.

Para animarme, rebusqué en mi maletín y saqué mi ejemplar de Libera a la Tigresa que llevas dentro. Mis primas gemelas, Clara y Lucre, me lo habían regalado dos meses antes, cuando cumplí años, y gracias a él estaba convirtiéndome en una mujer más fuerte y feliz.

Una mujer que controlaba su destino.

Una mujer que no permitía que un poco de mala suerte la desanimara.

«Todo se arreglará, Miranda. Espera y verás». El taxi se detuvo bruscamente.

—Quédese con el cambio —le dije al conductor, dándole un billete de diez. Tomé aire y abrí la puerta.

Cuando pisaba la acera, un joven agarró la correa de mi bolso, dio un tirón y echó a correr. Grité y corrí tras él. Pero cuatro zancadas después, el tacón de siete centímetros de mi zapato izquierdo se partió por la mitad y caí de bruces. Mis pulmones se vaciaron del golpe. Mi maletín patinó por el asfalto.

Estábamos a principios de julio y era una mañana típica de Dallas: calurosa, seca y desagradable. El pavimento recalentado me quemó las rodillas.

El ladrón desapareció tras una esquina y nadie intentó detenerlo. Creo que oí a una mujer decir: « ¿Has visto el trasero de ese tipo? Genial».

Mientras estaba allí tirada, algunos pasaron sin prestar atención; otros se detuvieron y me miraron, sonriéndose. Con las mejillas encendidas, me puse en pie. Y estuve a punto de volver a caer cuando una de mis rodillas heridas se dobló en señal de protesta.

Habría sido agradable que el taxista saliera a ayudarme. Pero una mujer rubia pasó por encima de mí y se instaló en el taxi sin darme tiempo a parpadear. El maldito coche arrancó, envolviéndome en una nube de humo. Tosiendo, me incliné y recogí mis cosas. Al menos había dejado mis tarjetas de crédito en casa. Pero no era el caso de mi lápiz de labios y mis polvos para controlar los brillos, ahora desaparecidos.

¡Maldición! Era el colmo de los males.

Cojeando y sucia, conseguí recomponerme lo suficiente para entrar en el edificio Styles. A pesar de que acababan de robarme, tenía que actuar con confianza y seguridad. Era un trabajo importante.

Sin hacer caso de las miradas curiosas de los hombres y mujeres de negocios que había en el vestíbulo, busqué el cuarto de baño. Estaba lleno de mujeres y sus voces altas y cacareos eran aún más molestos que la prohibida nube de humo de cigarrillo.

Tosí, me hice camino a uno de los cubículos, cerré la puerta y tiré la chaqueta manchada a la papelera. Apoyé la cabeza en la puerta. Una parte de mí quería romper en sollozos. La otra deseaba lanzarse sobre la primera persona que viera y desgarrarla.

Tenía que encontrar un término medio. Presentarme a un cliente potencial con aspecto de ser una bestia salvaje, pero sensible, no era buena idea. Inspiré profundamente, cerré los ojos y canturreé para mí: «Estoy en un prado de felicidad. Estoy en un prado de felicidad».

¿Por qué no me había quitado los zapatos y perseguido a ese ladrón desgraciado?

«Estoy en un prado de felicidad».

¿Por qué no había denunciado al señor Glaston por su asquerosa proposición?

«Estoy en un maldito prado de felicidad».

¿Por qué no había… ?

Abrí los ojos y cerré los puños. El mantra de meditación que me había enseñado mi padrastro sólo estaba incrementando mi agitación. Mejor dejarlo antes de empezar a gritar, llorar y patear las paredes. Mi padrastro es psiquiatra, pero sus métodos no suelen funcionar conmigo. No sé por qué sigo probándolos, la verdad.

—Puedo hacer esto. Puedo.

«Mentirosa», dijo mi Tigresa, yo dije «Zorra».

Por si fuera poco, tal vez encima sea esquizofrénica.

Obligué a mis músculos a relajarse y salí del cubículo. Miré el cuarto repleto, notando detalles que no había visto antes. Todas las mujeres llevaban algo de color verde. Chaquetas verde guisante, faldas verde lima, blusas verde oliva.

Me sentí como si estuviera en una ensalada de aguacate. ¿Por qué verde?

Miré mi falda marrón, que caía a media pantorrilla. Suspiré. Daba igual. Incluso si hubiera sabido que el verde era el color de moda, ya no tenía ropa de ese color. Sólo me ponía marrones, negros y blancos. Colores de trabajo. Colores aburridos.

Algo más que añadir a mi lista de: «Por qué mi día es un asco».

Con tanta gente ante el espejo, no había sitio para arreglarme el pelo, así que lo dejé como estaba, recogido en la nuca con mechones sueltos en las sienes. Sin embargo, me negaba a ir a la reunión cojeando.

Después de limpiar mis olorosos zapatos, pasé diez minutos golpeando, raspando y arañando hasta conseguir que tuvieran una altura similar. Cuando acabé, eran planos. No cojearía, sin duda, pero iba a parecer una niña de doce años. Con mi metro sesenta de altura, todo centímetro extra venía bien.

El aseo se llenaba más y más. Agobiada, salí. Había un guardia de seguridad, de hombros anchos y la tripa rebosando por encima del pantalón, ante el ascensor. Cuando intenté pasar, su brazo se disparó, deteniéndome.

—Las solicitudes se piden en recepción, señorita.

Estuve a punto de decir: «Gracias, iré por una», pero me detuve a tiempo. Confianza, seguridad.

—No estoy aquí para solicitar trabajo —en realidad sí, pero no de la clase a la que se refería él.

Enderecé los hombros como indicaba el manual de autoayuda—. Estoy citada con Harry Styles.

—Eso pruébelo con otro —rezongo el guarda—. Yo no voy a tragarme esa excusa.

—Digo la verdad —lo miré boquiabierta.

—Oiga, si no envía la solicitud por correo, como las demás, la pondré en la lista negra y jamás la consideraran para el puesto.

Normalmente, su tono me habría acobardado. Al fin y al cabo tenía años de experiencia con mi padre natural, que ojalá se retorciera en su tumba, y con Richard, que ojala se encontrara pronto con el Creador, para retorcerse en su tumba. Pero, como ya he dicho, estoy en el proceso de convertirme en una mujer nueva. Una mujer nueva no aguantaba esas chorradas de un hombre.

Y, la verdad, la idea de estar en la lista de las chicas malas me parecía excitante.

Beautiful mess (Harry Styles)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora