Cápitulo 2

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Embrujo Negro

Capítulo 2

Por Janet Gaspar

Entré a la escuela con seis años que rápidamente se convirtieron en siete. En mi salón las edades eran tan variadas que era probable ver a un grupo de niños jugando canicas en un rincón y a una parejita besándose sobre el escritorio.

Por una de esas inspiraciones suyas mamá arrastró a Socorrito conmigo cuando entré a la escuela y la pobre se veía tan perdida como yo, con sus trencitas bien restiradas y ese temblor de labio que se le desataba cuando estaba francamente asustada. La maestra era una joven delgada que se había echado a perder la vista prematuramente y usaba unas pesadas gafas de las que todos nos burlábamos, pues en aquel entonces solo los ancianos usaban lentes.

La escuela era tan grande que sentía que me perdía en ella, los salones tenían pocas bancas y los vidrios estaban rotos, pero a los chiquillos eso no nos importaba porque las canchas eran enormes y había un inmenso tanque donde se almacenaba agua que los chicos usaban para treparse como changos.

Entramos a la escuela en ese Agosto capaz de que un huevo se friera solo si lo dejabas sobre una piedra a las tres de la tarde, mamá me paraba entre empujones y me mandaba sin nada en la panza a que me encontrara con Socorrito para que, medio perdidas, medio vacilantes, camináramos entre heces de caballo y gatos huidizos hasta encontrar el camino a nuestra escuela en un torrente de chiquillos que, al igual que nosotras, llevaban el libro bajo el brazo o en mochilas rotas una y otra vez remendadas. Nadie sabía, en aquella tierra perdida de Monclova, nada acerca de llevarle manzanas a la maestra, el único que se comportaba galante con la señorita era el hijo de los Cordero y esos tenían una casona color melón que se levantaba imponente entre todas las demás casitas que medio se caían medio se mantenían ante los golpes de nieve en invierno y los del sol en verano, mamá solía decir que la señora de los Cordero era una putona pero yo no le hacía mucho caso porque en realidad para mi madre todas eran putonas y el asunto, lo fueran o no, no alteraba demasiado mi realidad.

Socorrito solía tener mejor suerte que yo con los almuerzos y por lo general compartía el lonche que su abuela le mandaba conmigo, siempre enormes tortillas de harina embadurnadas de frijol que yo me comía con el desespero de los pajaritos en invierno. Socorrito no hablaba casi con nadie y siempre andaba cogida al listón de mi vestido, como si en vez de mi amiga fuese mi perro, pero a pesar de eso la escuela fue un mundo mágico donde por fin encontré mi lugar, la mayoría de los niños vivíamos en las mismas precarias condiciones así que nadie le prestaba atención a que mi estómago sonara escandalosamente antes de que Socorrito me pasara un taco por debajo de la banca o que mis zapatos estuvieran tan rotos que pudiera enseñar a quien quisiera verlo mi dedo gordo cuando escapaba de su cárcel de cuero negro.

La maestra quedó prendada de mí cuando descubrió que sabía leer, me llevo en volandas al salón de tercer año y haciendo una demostración pública frente a todos los maestros me puso a leer cuanto letrero se encontrara pegado en la pared, se hizo un zafarrancho porque entonces, ¿para qué estaba en primer año si ya sabía leer?, entre la directora y los profesores se empezó a estipular que debían pasarme a segundo año en un acto sin precedentes, pero entonces algún incauto descubrió que de matemáticas no sabía nada y me dejaron con un suspirar derrotado en mi salón, eso sí, me dieron un manuscrito y me colocaron como maestra de ceremonias del acto de bienvenida de la escuela. No entendí muy bien por qué todos estaban tan emocionados por el hecho de que alguien de primero tuviera tal distinción y mi madre no pareció entenderlo tampoco porque me colocó un vestido cualquiera y como si fuera un día normal me mandó sin desayunar a la escuela, el estómago me sonó cuando se entonaba el himno nacional y como no tenía nada mejor que hacer con el micrófono lo había acunado en mi regazo de tal manera que cuando se entonaba la parte más poética del cántico fue interrumpido por un sollozo de dinosaurio hambriento, mi maestra volteó a verme con la cara colorada como si ella misma hubiese sido la autora de tan lamentable espectáculo y me quitó el micrófono para gran alivio mío, pues nadie me había dicho que debía hacer en semejante ocasión y no era ni por asomo buena cantando.

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