La mirada que no olvidó

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Atravesaron el pueblo, encerrados de la misma manera en que ellos habían transportado a otros hacia su destino final

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Atravesaron el pueblo, encerrados de la misma manera en que ellos habían transportado a otros hacia su destino final. La humillación les impidió disfrutar del paisaje, porque esa mañana sí que estaban viendo la verdadera apariencia de aquel lugar. Refulgens le hacía honor a su nombre. Los edificios seguían siendo imponentes y estaban pintados en la gama de los dorados. La riqueza en piedras y metales preciosos seguía cumpliendo su función decorativa en las calles, mientras los sobrenaturales paseaban a sus anchas en vestimentas sencillas.

En cierto momento, Nirali notó que nadie volteaba a verlos. Llegó a la conclusión de que el último paseo de los cazadores condenados ya sería cosa de todos los días. Entonces se dio el gusto de observarlos con atención.

Toda clase de seres convivían y llevaban una vida pacífica en ese lugar, sin importar que sus naturalezas fuesen tan distintas. Y los niños, igual. Había pequeños gnomos jugando con hadas y silfos. Preciosas salamandras que apenas podían caminar iban de la mano de sus padres. Era cierto, ellos eran como cualquier ser vivo. Nacían, se desarrollaban, tenían descendencia y morían.

«¿Cómo no lo noté antes? ¿Acaso creí que seres tan poderosos podían surgir de una generación espontánea?»

Se mordió el labio y permaneció callada, rumiando sus pensamientos. Intentó no llorar del arrepentimiento al recordar a todos aquellos a quienes había cazado y llevado para cobrar su recompensa, junto a su maestro.

En eso, un grupo de pequeños gnomos pasó corriendo muy cerca del carro-jaula, tanto que la joven pudo notar que se estaban riendo de ellos. Deval siseó un insulto y quiso alargar su mano con un ataque, pero el material aislante que las recubría le provocó un shock que lo hizo retorcerse de dolor. Se levantó, más enfurecido, y lo intentó de nuevo con un hechizo más potente. La corriente rojiza que lo recorrió entero terminó por dejarlo inconsciente.

Los elementales de tierra rieron con más ganas y saltaron encima de los barrotes para arrojarles pequeños cascotes a los tres humanos. Nirali fue la única en condiciones de esquivar los proyectiles, ya que el maestro de la chica no daba muestras de sentirlos, sentado contra los barrotes con la mirada perdida.

—¡Oigan, ustedes, gnomos! —se quejó ella, tratando de usar su mejor pose intimidante—. Se supone que son mejores que nosotros, ¿qué están haciendo? ¡No somos ningún circo! ¡Sarwan, haz algo, esto duele!

En ese momento, una de las aves de fuego que conducía el carro graznó y su chillido alejó a los traviesos. El resto del viaje fue tranquilo, silencioso. Estaban los tres solos allí. La salamandra ejecutora había desaparecido luego de la conversación en el calabozo del palacio dorado.


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Espíritus de fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora