Prólogo

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1990

-Anthea, levántate ya, que hoy vas a conocer a tu futuro esposo.

Esas palabras cambiarían por completo la vida de Anthea Saadi, de tan solo trece años de edad.

Como la joven obediente que siempre había sido, hizo caso a su madre se apresuró a salir de la cama. Se cepilló los dientes intentando olvidar el atareado día que tenía por delante.

Se vistió con un blusón holgado y unos pantalones de talla grande. Se cubrió su hermoso cabello negro con un hiyab, el velo característico de las musulmanas. Ya que era un día especial, eligió uno de un color especial: el rojo, su favorito de toda la vida.

Se sentó desde temprano en la sala con su madre, para que ésta le diera algunos consejos:

- Tu futuro esposo va a entrar por esa puerta, y tienes que ser muy servicial con él. Debes demostrarle que sabes cocinar, limpiar y organizar, así terminarás gustándole. Cocinarás sopa de cabra para él y sus esposas.

-¿Tiene esposas?- preguntó Anthea sorprendida. La poligamia no era algo muy común en Fez, ya que para algo así se requería que el marido tuviera mucho dinero y bienes para repartirlos entre las esposas.

-Sí. Ten cuidado con ellas. Son quienes más te van a juzgar, y a fin de cuentas ellas van a decidir si te aceptan o no para su marido.

-Mamá. ¿Cuántos años me dijiste que tenía el hombre?

-Tiene treinta y ocho. Eres muy afortunada de tenerlo como pretendiente, es de familia muy rica y es un buen partido para ti. Y sé que puede no ser bonito compartirlo con dos esposas más, pero eso no importa mucho porque sé que serás la favorita, la más bella y joven de todas.

Anthea asintió. Adoraba la idea de casarse. El matrimonio era algo con lo que siempre había soñado, al igual que formar una familia y establecerse en una linda casa. Pero no le parecía muy aceptable el hecho de que su esposo sería muchísimo mayor que ella, y que además tendría que soportar a las otras dos esposas, también adultas. Estaba muy segura de que su vida sería muy distinta de ahora en adelante.

Anthea era una joven muy inteligente, pero todo ese talento estaba estancado por una sencilla razón: no iba a la escuela.
Y no era solo su caso. Así sucedía con la gran parte de las niñas y muchachas de la región.
Solamente las hijas de familias adineradas tenían la fortuna de estudiar.

A veces le hubiera gustado asistir a la escuela. Sentía que eso podía abrirle puertas a muchas más oportunidades en la vida. De vez en cuando alguna chica afortunada lograba salir del país, pero eso solo sucedía si el marido la llevaba, o si los padres (quienes siempre eran de dinero) le pagaban una beca en el extranjero.

Pero eso ni en sueños podía sucederle a ella. Su familia no era para nada de dinero, y lo poco de ingresos que tenían servía para la educación militar de los hermanos mayores de Anthea, Ibrahim y Nuh, quienes vivían en Afganistán, y para la manutención de la pequeña casa de piedra de la familia, donde vivía Anthea, sus padres, y sus cinco hermanos menores.

El día esperado había llegado. Anthea conocería a su futuro esposo. Era su obligación hacer todo lo posible por demostrar que era una muchacha religiosa y devota al Corán, así como práctica y ágil con los quehaceres de la casa.

Los hermanos pequeños de Anthea también se vistieron para recibir a la familia Rajid. Las dos pequeñas niñas de cinco y seis años, Danya y Amira, se colocaron también un hiyab, cosa que su madre les había enseñado desde pequeñas, para inculcarles el acto de guardar la identidad y la belleza únicamente para la familia.

Los tres varones de siete, ocho y diez años, salieron al mercado con su padre para hacer las compras de los ingredientes con los que Anthea cocinaría.

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