Libro XII

589 4 1
                                        

Turno, aun cuando ve que ceden los latinos quebrantados

por un Marte adverso, que se le exigen ahora las promesas,

que a él se dirigen todos los ojos, arde implacable aún más

y levanta su ánimo. Como el león aquel en los campos de Cartago

que, tocado en el pecho por una grave herida de los cazadores,

lanza entonces sus armas al ataque y se goza sacudiendo

la abultada melena en su cerviz e impávido quiebra

el dardo clavado del mercenario y ruge con la boca ensangrentada.

No de otro modo crece la violencia en el fogoso Turno.

Se dirige entonces así al rey y comienza sombrío de esta manera:

«No hay duda ninguna en Turno, ni razón para que los Enéadas

cobardes retiren su desafío o rechacen lo pactado.

Parto para el combate. Cumple el rito, padre, y prepara la tregua.

O con esta diestra mía enviaré al Tártaro al dardanio

desertor de Asia (que se sienten y lo vean los latinos)

y yo solo responderé con mi espada a la común ofensa,

o que nos someta a su poder y reciba a Lavinia por esposa.»

A él le respondió Latino con ánimo sosegado:

«Oh, joven de valeroso corazón, cuanto tú destacas

por tu fiereza, tanto más justo es que yo

delibere y sopese, prudente, todas las salidas.

Tienes los reinos de tu padre Dauno, tienes muchas ciudades

tomadas por la fuerza y tiene además Latino oro y coraje;

hay en el Lacio otras muchas sin casar y en los campos laurentes,

que no desmerecen por su linaje. Deja que cosas no fáciles de decir

descubra sin engaños y graba ala vez esto en tu corazón:

no me estaba permitido unir a mi hija con ninguno de los antiguos

pretendientes, y así lo anunciaban todos los dioses y los hombres.

Vencido por tu amor, vencido por la sangre emparentada

y por las lágrimas de mi afligida esposa, rompí todos los vínculos;

dejé a mi yerno sin su prometida, empuñé armas impías.

Ves por ello, Turno, qué azares a mí me persiguen

y qué guerras, cuántas fatigas eres el primero en sufrir.

Dos veces vencidos en un gran combate, defendemos apenas en la ciudad

las esperanzas ítalas; se calientan de nuevo las aguas del Tíber

con nuestra sangre y blanquean de huesos las grandes llanuras.

¿A dónde me dejo llevar una y otra vez? ¿Qué locura me hace cambiar de idea?

Si, desaparecido Turno, dispuesto estoy a aceptarlos por aliados,

¿por qué no evito mejor el combate cuando aún vive?

¿Qué dirán mis parientes rútulos, qué el resto

de Italia si a la muerte (¡la fortuna desmienta mis palabras!)

La EneidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora