"SEDOM. INDEBIDAMENTE TUYO" (de venta en librerías)

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Miró el paquete y, anticipando emocionado la alegría de su destinatario cuando lo abriera, lo guardó con mimo en el bolsillo de su abrigo. El acto le evocó la danza de dedos que tenía lugar dentro de ese mismo bolsillo, o en el de Yoel, cada tarde y sonrió recordando esos tímidos pero arriesgados escarceos en plena calle. Su compañero se veía obligado a llevar, desde el mes de diciembre, un distintivo en su brazo derecho. Un brazalete blanco con la estrella de David en color azul, ocho centímetros de punta a punta y un centímetro de grosor en cada una de esas puntas. Así, ni más ni menos. El gobernador Fischzel había dejado bien claro hasta el último detalle y Andrzej deseaba que mal rayo le partiera cada vez que lo veía en el brazo de su compañero. O que no lo veía. Porque Yoel lo llevaba con orgullosa dignidad dentro del barrio judío, pero cuando quedaba fuera con Andrzej se lo quitaba, no quería que él tuviera que avergonzarse de ir al lado de un jude por la Varsovia aria. Andrzej odiaba el brazalete, pero no se avergonzaba. Siempre reñía a Yoel por quitárselo, porque era peligroso. Pero Yoel se limitaba a mirarle y a sonreír, y Andrzej perdía la batalla. A menudo podía palparlo, escondido y plegado cuando estrechaba su mano cálida dentro del bolsillo de su abrigo. Allí las manos se apretaban y los dedos se entrelazaban, se acariciaban las palmas, las muñecas, los nudillos. Yoel le decía que debían tener más cuidado, porque a veces se olvidaban de que estaban en una calle demasiado concurrida o de que alguien les miraba, extrañado de que dos jóvenes varones anduvieran en público tan juntos. A lo mejor hoy también hacía que Yoel metiera la mano en su bolsillo y así encontrara el paquete. Con la que estaba cayendo nadie se fijaría en ellos y sería una forma divertida de darle su regalo.

Yoel caminó hasta la parada del tranvía estrujando el brazalete en su bolsillo. Miró a la gente, taciturna y presurosa, encorvada sobre sí misma para esquivar los copos furibundos de la nevada que caía, incesante, desde el día anterior. Casi todos con el distintivo en la manga. Casi todos huraños, o tristes, o las dos cosas. 

Él sin embargo estaba contento, era veintidós de enero y cumplía veinte años. Hasta el momento no había sido un mal día, por la mañana le habían felicitado su madre y sus hermanos, después, ya en la sastrería, había aparecido la esposa de Abraham, la regordeta Ethel, con una bandeja de farfelej3, y mientras los tres comían, Abraham le había bendecido con una larga y próspera vida. Y ahora tocaba el turno de celebrarlo con Andrzej. Debería ser él quien invitara, pero Andrzej se había empeñado en llevarle a una de esas cafeterías en las que él se imaginaba a sí mismo a menudo. Mesas de mármol y paredes de madera, humo de tabaco, espejos tras la barra. Camareros vetustos y mujeres elegantes. Un lugar donde pedir un café, olvidarse de todo, y escribir. Escribir sin pensar en el tiempo ni en la guerra a diferencia de ahora, de la noche anterior, sin ir más lejos, en la que, a pesar de todo, había sido emocionante escribir sobre ella, sobre su amiga, sobre Gaddith. Algún día se lo enseñaría a Andrzej. Pero antes, tendría que presentársela.  

Sopló sus dedos ateridos y metió las manos en los bolsillos. Ahí estaba el tranvía. Aliviado por el repentino bochorno del apretujamiento, se agarró al pasamanos y se dedicó a disfrutar del anonimato y del balanceo del viaje. Aún le quedaban varias paradas, las suficientes para entrar en calor.

Andrzej terminó de abrocharse el abrigo y descolgó la bufanda del perchero de la entrada, se la enrolló alrededor del cuello y volvió a palpar el pequeño envoltorio en su bolsillo, como para asegurarse de que seguía allí. Satisfecho, miró por la ventana. Nevaba con fuerza y empezaba a oscurecer, Yoel estaría a punto de terminar su larga jornada en la sastrería. Lo imaginó lavándose la cara y las manos y arreglándose el pelo frente al espejo del minúsculo cuarto de baño, en la trastienda, y luego despidiéndose de Abraham. O tal vez ya estaba en el tranvía. ¿Llevaría el distintivo? Esperaba que no hubiera tenido problemas. Se aseguró de que llevaba las llaves y la cartera. Quería invitarle a un café y un bollo en una de las señoriales cafeterías de la avenida, donde se reunían los escritores y hablaban durante horas en eso que llamaban tertulias. Quería hacerle sentir especial, aunque no tenía ninguna duda de que ya lo era sin necesidad de su intervención. Para él por lo menos. Para él era un hallazgo, un tesoro que había encontrado sin esperarlo. Sonrió, recordando aquella tarde en el paseo en que Yoel había atinado con el alias perfecto para sí mismo, entre risas y mordiscos a una mazorca asada.  

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⏰ Última actualización: Aug 28, 2012 ⏰

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