El hogar está donde está el corazón

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El gigante se incorporó desorientado y furioso. Miró a Gary y este respondió con un encogimiento de hombros provocador, lo que solo intensificó la ira de su rival y encendió aún más al público. Su oponente se precipitó de nuevo sobre él, pero Gary esquivó los golpes con destreza, retrocediendo hasta posicionarse sobre la tercera cuerda. Desde allí, saltó por encima de su adversario ejecutando una acrobacia en el aire. Aprovechando el momento, sujetó al grandote por los hombros, apoyó un pie sobre su espalda y, con un hábil movimiento, rodó por el suelo para lanzarle hacia la verja opuesta.

Gary se levantó y adoptó una postura de combate, preparado para continuar, aunque sabía que su rival no se levantaría. La sala cayó en un silencio sepulcral. Tras unos segundos, los aplausos del hombre con quien había negociado sus honorarios demostraron su satisfacción, pese a la brevedad del combate. El júbilo del público que estalló a continuación y el fajo de billetes recaudado eran prueba de su éxito.

El presentador entró en la jaula, comprobó que el luchador en el suelo solo estaba inconsciente y luego se acercó a Gary. Tomó su muñeca y levantó su brazo, declarándolo vencedor. Aunque algunos espectadores habían perdido una gran suma de dinero, la fama de Gary como el «chico intocable» hacía que apostar contra él fuera un desafío que muchos no podían resistir.

Después de recoger su chaqueta, Gary se dirigió hacia el hombre que dirigía el lugar, que ya le esperaba en su despacho.

—¡Impresionante! Casi no me ha dado tiempo a levantarme de mi asiento —exclamó el hombre.

—Adulador —replicó Gary con un tono ligeramente bromista, aunque en su interior no podía soportar a ese hombre. A menudo se preguntaba por qué seguía acudiendo a ese lugar. Por supuesto, era por el dinero.

—Podrías formar parte del equipo. De forma permanente, me refiero —le sugirió con interés.

Gary puso los ojos en blanco, aunque el hombre no lo vio hacerlo debido a que seguía llevando las gafas. Sabía que esas peleas clandestinas en el sótano del local no eran el único negocio de aquel hombre, pero prefería mantenerse al margen.

—¿Cómo lo haces? —le preguntó.

—¿Hacer el qué? —contestó Gary con un tono que denotaba cansancio y desinterés.

—Ganar siempre.

—Mientras no sea contra ti, no debería importarte —dijo con firmeza—. ¿Me das mi dinero ya? Mañana tengo examen.

El hombre, atraído por el misterio que envolvía a Gary, deslizó un sobre por la mesa.

—Que descanses. ¡Y suerte con tu examen! —le dijo.

Sin responder, Gary se dirigió a otra sala marcada con un cartel de «Privado», recogió sus pertenencias y salió del local. No le gustaba ducharse allí, prefería mantener cierta distancia entre ese mundo y su vida personal.

Durante unos años, vivió en Maine, al este del país, en el seno de una familia adinerada en la que, al igual que él, las otras dos hijas habían sido adoptadas. En el salón de la casa, había un elegante piano de cola negro idéntico al que tenía su madre. Al principio, Gary evitó tocarlo debido a los recuerdos que le traía, pero acabó comprendiendo que tenía que seguir con su vida. Aunque no volvió a ser el mismo.

Gracias a las clases de piano que impartía y con el apoyo económico de su familia adoptiva, logró ahorrar lo suficiente para mudarse a Massachusetts tras terminar el instituto. Su meta era entrar en la Universidad de Harvard para estudiar Medicina, sin embargo, se dio cuenta de que el dinero que tenía cubriría todos los gastos y no estaba dispuesto a regresar. Fue entonces cuando descubrió aquel club clandestino y dejó salir a la luz sus habilidades de combate para convertirlo en su principal fuente de ingresos. Tenía veintiún años.

Los Guardianes (I): OcasoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora