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El sándwich a medio comer que se encontraba arriba de su escritorio y la ropa que había usado el día anterior desparramada en el suelo, eran dos razones por las que William creía no tener amigos. Además de saber cuanto asustaba a las personas su comportamiento, ahora afirmaba que no era para nada ordenado.

Recostó su espalda en la silla, está tenía unas ruedas que le permitían al muchacho trasladarse de un extremo a otro del cuarto, sin la necesidad de levantarse. Ordenaba sus recetas medicas por fecha, la primera había sido hace tan solo seis meses, cuando por primera vez pisó un psiquiátrico.

Todavía temblaba cuando decidió sostener sus binoculares favoritos, los cuales deberían tener unos años de uso y se notaba claramente como uno de los lentes oculares era rodeado por una cinta transparente. William recordaba haberlos lanzado en un arrebato de ira, pero se sintió verdaderamente culpable cuando los encontró en ese estado al día siguiente.

Según él, sus preciados binoculares más su antiguo telescopio, el cual su tío le había regalado en su cumpleaños pasado, eran su única forma de conocer el mundo. Había pasado los últimos cinco meses de su vida encerrado en su casa y sólo había salido un par de veces para hacer las compras.

Con sus binoculares observó una de las ventanas de la casa de enfrente. Esta estaba abierta y las cortinas verde manzana habían sido retiradas de un extremo a otro. William amaba mirar hacia allí, era uno de sus lugares favoritos exceptuando el mercado, el cual siempre era concurrido por la chica, que él tanto quería.

— ¿Que estará haciendo ahora mi chica preferida?

Esa chica, se llamaba Amanda, él lo sabia. Había escuchado a su madre repetirlo un par de veces y todo lo que oía de ella eran maravillas, hasta tuvo la leve esperanza de que la muchacha lo visite algún día, pero nunca sucedió. Amanda vive en esa casa desde hace siete años y aunque él no pueda admitirlo había pasado casi toda su adolescencia observándola.

Lo que William si admitía era haberse enamorado perdidamente de ella, pero nunca aceptaría el hecho de que mirar hacia esa ventana lo volvía un acosador. Aquel lugar era el cuarto de Amanda, en donde la joven, a pesar de tener un par de amigas (el muchacho las había visto un par de veces) no salia mucho y pasaba sus tiempos libres jugando con su consola de videojuegos. Algo que a él le encantaba.

La observaba día, noche y tarde o cuando tenía tiempo. A veces se quedaba dormido en un intento desesperado por verla salir a la escuela todas las mañanas. Él se había graduado antes ya que comenzó a tomar clases particulares ese mismo año, por lo tanto el profesor lo visitaba cada semana. Se podría decir que completó su ultimo año, sin ni siquiera pisar el Instituto.

Mientras sostenía los binoculares con su mano izquierda, trataba inútilmente de agarrar su sándwich con la otra. Finalmente lo logró y comenzó a comer con la mirada fija en el cuarto de la muchacha. De pronto, la puerta del pequeño cuarto se abrió. Era ella, su tan preciada chica de pelo negro, William pensó que a pesar de llevar puesto un vestido color salmón que apenas alcanzaba a cubrir sus piernas seguía viéndose sumamente adorable.

— Se nota lo aburrido que puede ser esto, lo único bueno es ella —dijo William terminando su sándwich.

Ella traía una corona plateada en su cabeza, podría decirse que había ganado un premio o concurso. Pero en realidad, lo único que había logrado fue ser la reina del baile de primavera. Sus amigas lo hicieron posible, ya que ella no estaba segura si su carácter amigable la había hecho la reina.

Amanda era pálida pero no tanto como William, quién no tomó mucho sol desde los trece años. Al chico le encantaba su altura, recordaba haberla cruzado un par de veces de camino a su casa cuando llevaba las bolsas del supermercado y podía asegurar que sólo era unos centímetros más baja que él.

EsquizofreniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora