Segunda parte: los párpados de una luz viajera

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Las aves, con su cuerpo liviano, surcaban el horizonte, y la brisa, que traía el traje de novia que suelen vestir de cuando en cuando las flores, recorría cada uno de los poros de su piel. Santiago Ovalle se sentía a gusto así. De ello no podía caber la menor duda. Atrás habían quedado los días de incierto y desapacible otoño del trópico, y ahora un sol majo y resplandeciente caía a raudales sobre la verde y fértil tierra de los Andes peruanos.

—¿Adónde iremos ahora, señor Ovalle? —preguntó Esteban, el ayudante de Santiago, mientras hacía visera con sus manos para impedir el paso del sol y ver hacia un horizonte que parecía contener oculto en la fuerza de su claridad, la potencia y la intuición de todos los anhelos del mundo.

—Debemos seguir cada uno de los puntos de nuestro itinerario, Esteban.

Al escuchar aquella respuesta, Esteban no dijo nada más. Se dirigió a una habitación donde orbitaba el aire fresco de la mañana con el objetivo de recoger sus equipajes y los del señor Santiago Ovalle. Al regresar junto a su patrón, es decir, junto al señor Ovalle, Esteban acomodó sus maletas en la avioneta que los llevaría hasta Colombia. Luego se quedó mirando fijamente a Santiago. Fueron unos cuantos segundos, apenas, en los que aquel joven pudo adivinar en los ojos de Santiago Ovalle, la térmica danza de un latido aventurero y el auge desbocado de una luz intensa y diáfana.

—¿Cuál será nuestro punto central de investigación en nuestra próxima parada, señor Santiago? —inquirió de repente Esteban, con un verdadero aire de curiosidad, aun cuando ya conocía con antelación la efusiva y contundente respuesta que su patrón le daría. Claro, lo que Esteban en verdad quería, era escuchar aquellas raudas e inspiradoras palabras que sabía que Santiago Ovalle diría una tras otra. Quería escucharlas de boca de una de las personas que él más ha admirado en toda su vida.

—Muy fácil, Esteban —comentó Santiago—. El punto central de nuestra investigación, y de todo aquello que de una u otra forma compone los matices de este viaje, no es, a decir verdad, sino el de seguir estudiando los orígenes de estas tierras en las que la luna copula con el misterio y la añoranza, esta tierra en la que los árboles frondosos y llenos de vida dibujan sendas imágenes para las aves y los animales de la superficie. Ya sabes a qué me refiero. Es lo que siempre he dicho. Que aquí, en estos verdes e íntimos parajes tan ricos en ecosistemas bióticos, las resonancias del silencio cósmico se mezclan profunda y sustancialmente con los susurros de la vida silvestre, con la sintaxis que solo saben hablar los hilos de la vida y hasta con los ecos más profundos de nuestro propio ser. Y es muy grato para mí, ¿sabes?, introducirme en esta aventura de indagar cualquier cosa que pueda averiguar sobre el universo, sobre la humanidad como sociedad o incluso sobre mí mismo como persona, y todo ello, desde luego, en estas inspiradoras, verdes y majestuosas tierras selváticas. En estas tierras que siempre estarán inmersas en cierto encanto sobrenatural e indecible y cuyo verdadero nombre jamás seremos capaces de desvelar.

Aquellas palabras de Santiago Ovalle, debemos decir, le llegaron a Esteban a lo más hondo y abismado de su alma. A esa parte del alma en donde se guarda todo lo que se considera importante. Claro, el joven Esteban sabía que las palabras de su patrón no eran sino un discurso que él había repetido mil veces adondequiera que iba. Un discurso que Santiago repetía animosamente cuando le hacían una entrevista o cuando se comprometía a dar alguna charla en alguna de las ciudades y, por supuesto, de las universidades del vasto mundo hispano. Esteban sabía que así era, porque él ya había escuchado un centenar de veces aquellas palabras, y aun así, y con todo, él siempre se maravillaba y su espíritu se sobrecogía de emoción cuando las escuchaba.

La secreta geometría de una hoja que caeWhere stories live. Discover now