Sin abrir aún los ojos, Anna jugueteó con un mechón de cabello que faltaba por trenzar. La última pregunta daba vueltas en su mente como un cachorro travieso que buscara distraerla de su habitual indiferencia: ¿qué debía esperar de un hombre que se había criado en ese ambiente tan distinto al suyo, casi al borde de la civilización? ¿Se parecería a los demás nobles que ella había conocido, serios y educados, o tendría alguna característica especial que lo volviera más interesante? Por primera vez en sus diecinueve años de vida, Anna sintió algo de impaciencia por bajar a una fiesta y que le presentaran a un desconocido. Ojalá valiera la pena. Ella había rechazado a los demás pretendientes y su padre comenzaba a presionarla de verdad; si ese barón von Haller se las ingeniaba para no aburrirla en los primeros diez minutos, estaría dispuesta a casarse con él y vivir en su castillo. El cambio drástico de panorama también sería bienvenido.

—Ya casi termino, señorita —dijo Ludovika. Siempre llamaba así a Anna, a pesar de que la había visto crecer y de que era lo más próximo a una madre que tenía la joven. A su apático modo, Anna también la quería. Podía contarle y preguntarle cualquier cosa, pues la mujer respondía a todo con una franqueza reservada sólo para ella. En ese instante, la joven decidió aclarar una duda:

—Si yo me casara con ese invitado de mi padre... ¿tú vendrías conmigo?

—Por supuesto, señorita —respondió la mujer con su típica voz severa, otra pieza más de su fachada.

—¿Aunque tuviéramos que viajar muy lejos, a un sitio agreste y helado?

Anna abrió los ojos para mirar a la criada a través del espejo. La expresión de Ludovika, pensativa, hacía destacar las finas arrugas de su cara.

—Ya sabe que se lo prometí a su madre, que en paz descanse, en su lecho de muerte. Iría con usted a donde fuera, para asegurarme de que esté bien. El frío no me asusta, si es lo que le preocupa. Algunos de mis ancestros eran escandinavos.

Anna asintió, sonriendo un poco. Que Ludovika no le temiera a las bajas temperaturas, eso podía creerlo sin dudar. La mujer era recia como un árbol, como un caballo de tiro, y nunca se resfriaba. Anna recordaba la fuerza de sus brazos cuando la levantaba siendo una niña, y no daba señales de haberla perdido.

—Y... ¿me seguirías aunque no te gustara mi esposo? —añadió la joven.

—Tengo fe en su criterio, señorita. Estoy segura de que elegirá bien, y eso bastará para que me agrade su marido.

Anna dejó escapar una pequeña risa esta vez. Las palabras de Ludovika habían sonado más como una advertencia; era el mismo tono que solía usar cuando la joven se hallaba en una situación donde existía el riesgo de elegir muy mal. Así la había educado desde el principio, y con buenos resultados.

—Ahora sí ya he terminado —declaró la mujer—. Está perfecta.

Anna no supo si se refería a su cabellera, a su apariencia general o a ambas cosas, pero daba igual porque era cierto. El vestido, en violeta y plateado como sus broches de amatista, le sentaba bien a su espléndida figura. Era quizás demasiado oscuro y sobrio para una joven, pero tenía la ventaja de llamar la atención sobre su cara, la cual solía enmudecer a los hombres cuando la contemplaban por primera vez. La cabellera enmarcaba sus facciones, y los broches refulgían como estrellas en una noche sin luna. El cutis de Anna parecía, en contraste con el pelo negro, bastante más claro de lo que era en realidad, aunque a ella no le desagradaba ese leve tono moreno que mantenía incluso en invierno. Con esas ropas nadie iba a confundirla con una campesina, y la palidez era más propia de las jóvenes débiles y enfermizas, en su opinión. El único toque artificial eran unas pinceladas de rubor, y eso sólo porque Ludovika había insistido, seguramente por la ocasión.

La dama y el loboWhere stories live. Discover now