[22.] Noche de Tormenta.

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Las luces del pasillo parpadearon como un pestañeo, como el aleteo de un pájaro, pero finalmente permanecieron encendidas. No fue la única vez. Al final de ese pasillo, en la salita, Ángela leía los primeros capítulos de una novela, ésa en la que un tipo tan raro abría una tienda de Cosas Necesarias en un pueblo de Nueva Inglaterra. Se preguntaba qué pasaría a continuación cuando las luces del corredor volvieron a zumbar.

La lluvia golpeaba con furia los cristales de la salita, y el viento, fuerza inesperada, alerta naranja, arrojaba hojas secas y pequeñas piedras contra las ventanas. Habían dicho en la televisión que en la ciudad las rachas del vendaval habían derribado un drago y arrancado de sus bases varias señales de tráfico. La última vez que Ángela se había atrevido a asomarse los relámpagos teñían de azul eléctrico un cielo negro como la pez.

Ahora en la televisión, sin sonido para poder leer, se sucedían las interferencias paralizando y distorsionando las imágenes. La cara de aquel actor se volvió un crucigrama de píxeles, después regresó a su forma natural pero en tonos de gris, sin color ninguno. A continuación dos líneas horizontales dividieron la imagen en tres franjas cimbreantes y de pronto se apagó.

No hay señal o ésta es muy débil, rezaba el letrero azul en mitad de la pantalla negra. El viento sacudió los ventanales como si fuera a hundirlos dentro de la casa y Ángela pegó un respingo. Colocó un pedazo de papel entre las hojas y cerró la novela, leer las raras mañas del misterioso tendero no la estaba ayudando a calmarse. Deseó haber tomado prestada en la biblioteca una lectura más alegre y subió a ver cómo seguían durmiendo las fieras.

Un estallido de luz resquebrajó el cielo cuando ascendía por las escaleras convirtiendo el pasillo del segundo piso en un mosaico de rojos, azules y violetas a través de la cristalera. Los niños dormían, increíble pero cierto. Ángela comprobó que la ventana de su habitación continuaba bien cerrada y arropó a los mellizos en sus diminutas camitas de bebé, por si con la tormenta bajaban de golpe las temperaturas.

Salió de la habitación dejando la puerta entornada, quería oírlos desde abajo si empezaban a llorar, pero no comprobó el resto de las ventanas de aquella planta porque no quería pasar ni un segundo más de aquella tempestad lejos del teléfono ni del ordenador conectado a Internet. Confiaba en que su prima, la madre de los mellizos, se hubiera encargado de asegurarlas todas.

En la cocina se preparó una taza de agua hirviendo y mientras la infusión reposaba regresó con ella al sillón de la salita. La televisión seguía sin señal, la conexión de Internet se había caído, dejó la taza sobre una revista encima de la mesa y recuperó la novela, qué remedio. El viento zumbaba entre los quicios de las puertas, la lluvia, feroz, golpeaba los cristales que temblaban como si se tratara de un barco a la deriva. Ángela, petrificada, se dio cuenta en ese instante de que estaba conteniendo la respiración. Y entonces las luces del pasillo pestañearon por última vez. Toda la casa quedó a oscuras.

Oyó un claxon repicar a lo lejos, un frenazo, difuminado por el estruendo de la tormenta. En la penumbra de la salita, un relámpago convertía su mundo en un despliegue psicodélico de luces de pesadilla antes de devolverlo al negro. Un perro ladraba, imposible saber desde dónde. El viento arrastraba las sillas de la piscina de un lado a otro de la terraza, golpeando las paredes, chocando con el ventanal. Ángela oyó el crujir de una de las macetas de su prima reventarse contra el suelo desde el segundo piso. Sintió que sus uñas se clavaban en los brazos del sillón y que si apretaba más los dientes los partiría unos contra otros.

Pero el viento arreció, la ventana del salón vibraba a punto de escaparse de su carril de aluminio y el sonido se volvió tan aterrador, ulular demencial como aullido de lobo, que le dolía en los oídos y le ponía la piel de gallina. Quiso incorporarse para subir con los niños pero una ola de lluvia que estalló contra la ventana la hizo perder pie y cayó de nuevo en el sillón en mitad de un alarido. Se fijó en que estaba llorando. Y entonces llamaron a la puerta.

Urban Legends [Spanish Version].Donde viven las historias. Descúbrelo ahora