De café y otras drogas [2]

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―Tía, gracias por el desayuno ―agradeció Kodi a la persona más importante de su vida, ajena a su padre o ex novia.

La adorable Cami se acercó y apretó sus escasas mejillas, al tiempo que plantaba un rojo beso en el centro de su frente.

Se tenían uno al otro para lo que fuera, y era lo único que importaba.

―Es agradable tenerte aquí ―confesó Cami.

―Sabes que me encanta tu comida ―articuló Kodi, limpiando el residuo de lápiz labial y abrazándola con fuerza―. Es rico comer algo decente de vez en cuando.

Al separarse, Cami observó la tristeza en los ojos de su sobrino, rompiendo su corazón en minúsculos fragmentos.

Kodi llevaba a cuestas una de las cargas más grandes que cualquier humano podía llevar, mucho más, alguien que era un adolescente atrapado en la vida de un anciano. Su padre era un alcohólico sin remedio, que estuvo en AA por años intermitentes ―lo que significa que salía y entraba en reiteradas ocasiones― y nada lo mejoraba. Kodi estaba cansado de lidiar con él, pero debía hacerlo. Era su padre y la persona, que aunque odiara, le otorgó el don de la vida.

―¿Cómo esta mi hermano?

―Borracho, como siempre ―aseguró, recogiendo la mochila del frío piso y colgándola en sus hombros. Ajustó la correa e insertó el suéter que reposaba en la silla.

―Kodi, volveré hablar con él cuando lo vea. Te lo prometo.

La tía no sabía que más hacer o decirle al padre de Kodi para que dejara ese vicio y se encargara de la educación de su hijo.

―Sé que él no quiere lastimarte, cariño. Tu padre no desea que sufras viéndolo como se denigra en las calles mendigando dinero para comprar alcohol.

Kodi respiró profundo y exhaló ira en forma de CO2.

―Ya no importa, tía.

―Claro que importa ―aseguró ella―. ¿Por qué no vienes a vivir aquí?

Kodi sonrió, imaginando como sería vivir con ella.

Se resumía en pocas palabras: la gloria total.

Kodi no deseaba más que alejarse de las borracheras de su padre, pero no sería capaz de dejarlo solo. Sabía que si lo abandonaba, lo estaría llevando a la muerte.

―Sencillo, tía: estaría muy lejos del trabajo ―concluyó antes de besarle la mejilla y salir del apartamento, sintiendo el frío extenderse por cada porción de su piel.

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El clima de primavera era cálido en las calles de Oklahoma, recorridas por Sídney a paso apresurado, evitando perder la primera clase de filosofía en el edificio C. Cuando estaba por llegar, escuchó el reloj de la iglesia tocar las campanadas de las nueve treinta de la mañana, anunciando que llegaría más tarde de lo previsto.

Sídney trató de apresurar su paso lo más que pudo, cruzando el campus y subiendo las escaleras hasta el auditorio. Por suertes del destino, al acercarse al pasillo central, observó que los estudiantes comenzaban a entrar al salón de clase.

Esperó que el último entrara para cerrar las puertas y tomar asiento en el lugar más alejado posible del reflector. El resto de los estudiantes se sentaron dispersos, provocando ruido, tanto de habla, risas o pasos, hasta que Sr. Elfman se acercó al podio y encendió la proyección.

Sídney extrajo una grabadora del bolso, dispuesta a encenderla para no perder ni un segundo de toda la importante explicación. Debía tratar de grabar toda la información que el Sr. Elfman suministraba antes de los exámenes, sabiendo de antemano que las simples notas que tomaba no eran suficientes para aprobar, siendo imperativo ser más audaz o reprobaría.

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