CAPÍTULO I

5.1K 240 14
                                    

Dormía plácidamente en su enorme y cómoda cama el día de su cumpleaños. Las pesadas mantas la mantenían protegida del frío en aquel invierno de Hungría en el año 1.877. Jolánka, la mucama de la joven Agnese Fithzerzandvich, entró a la habitación con una bandeja llena de té y una pequeña torta de manzana por su cumpleaños. La dejó en la mesa de noche y corrió las pesadas cortinas color vino que impedían la entrada de luz. La chica, al sentir los pequeños y débiles rayos de sol sobre su rostro, se dio vuelta. 

—Vamos Lady Fithzerzandvich, tiene que despertarse ya —dijo la pelirroja mientras tocaba un hombro de la joven. 

—¿No puedo dormir un ratito más? Es que aquí es tan hermoso...—se quejó la chica, que acababa de cumplir diecisiete años. 

—Sabe que si fuera por mí la dejaría hasta el mediodía, pero conoce las reglas y yo solo las cumplo. 

Rendida se dio vuelta y se sentó en la cama. Jolánka la ayudó a quitarse ese gorrito de seda que cubría sus cabellos en la noche para que no la molestaran y le tendió la bandeja. Recordó como un año antes, la bandeja quedó en la alfombra y la alfombra con una gran mancha difícil de quitar porque Agnese no quería levantarse.  

Lady Fithzerzandvich tomó el desayuno a solas sobre su cama. Siempre había querido que la chica de cabello rojizo y ojos esmeralda lo tomara con ella en la mesa del jardín durante el verano y en la biblioteca durante el invierno. Era más que una criada. Para una chica que pasaba casi la mayor parte del día en la mansión, ella era su única amiga verdadera. La veía como una hermana. 

Más tarde le prepararon el baño caliente de cada mañana. Ella nunca se desnudaba sola. No sabía lo que era. De eso se encargaba Jolánka, o Jolie, como solía decirle cuando nadie escuchaba. Con cuidado se metió en la bañera con pétalos de rosa que mantenían perfumada su piel. 

Conversaban animadamente sobre lo que suponían que iba a pasar el resto del día. Cada año era la misma historia. Los pretendientes se le acercaban como abejas que desean alimentarse de un néctar dulce y puro, pero la flor no dejaba que las abejas se acerquen. Su corazón le decía que esas abejas no eran dignas de su néctar, que aquella que sí fuera la única capaz de beberlo lo sabría en cuanto lo viera. Y a los que ella veía, no la convencían de ser los afortunados de construir una colmena juntos. 

Después del baño se le secó el cabello negro cerca del fuego y se le puso el ajustado corsee que moldeaba su figura aún más esbelta de la que ya tenía. 

Bajó a desayunar con sus padres, Lord y Lady Fithzerzandich. Su madre era ama de casa desde que se casó a los dieciséis años con el padre de Agnese, un gran terrateniente de en ese entonces veintiséis años. Éste hombre era un tanto serio, pero su única hija era su posesión más preciada, su joya más valiosa. Y uno no le regala una joya de tal valor a cualquiera. 

—Hija, no comas tanto pastel. El corsee se estirará, los vestidos no te entrarán y los hombres no voltearán a verte ésta noche —ordenó Lady Fithzerzandvich. 

Agnese suspiró pesadamente y dejó la porción a medio comer. ¿Realmente era necesario que los hombres la miren? Era más que necesario en los tiempos de antaño. Aquella chica de ojos tan azules como el Mediterráneo rechazaba por completo la idea del matrimonio. Ella creía que una boda no era un contrato de bienes, sino que para que exista una boda primero debe existir el amor, y nada más que el amor. 

Pero las cosas no eran así en aquellos años. Era necesario que se case  lo antes posible y empezara a tener herederos. Su padre superaba los cuarenta años, y al ser su única hija mujer necesitaba alguien a quien dejar la herencia en caso de muerte. Y el dinero no iría para ella, sino para sus hijos varones. Por eso sus padres buscaban desesperadamente un buen pretendiente para la joven. 

La condesa (Reescribiendo)Where stories live. Discover now