P49. APRENDER A SER NOSOTROS

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En el recinto, los voluntarios corren con cajas de botellas y carteles. Un chico de logística lleva una pulsera con tres nudos. Me la enseña como quien comparte una contraseña. “Me ayuda”, dice. A mí también, pienso. Le palmeo el hombro. Las cosas que sí importan suelen caber en gestos breves.

Ensayamos micrófonos. Pruebo el mío: “uno, dos, tres”. El técnico sonríe: “Buen conteo.” Le devuelvo la sonrisa. El conteo ya es más que método; es fe.

La veo. No “entra” a la sala: la sala se acomoda cuando ella cruza. Si el amor tuviera sonido, sería el leve silencio que hace su presencia. No damos espectáculo. Una inclinación. Una línea que dice: estoy aquí, sin empujar.

El ensayo termina. Afuera, el viento trae olor de pan. “¿Caminamos?”, pregunto. No por decir algo; por decir lo justo. Salimos por un pasillo lateral hacia un patio pequeño—adoquines, una enredadera que aprendió geografía en otra vida.

—¿Estás bien? —pregunto sin prisa.

—Estoy —dice—, pero hoy me rozaron feo. No duele, pero raspa.

No pregunto quién, no pido enlaces. La ofensa quiere escenario; yo le ofrezco banca.

—El rasponcito arde más cuando el día ya estaba limpio —digo—. A mí me pasa.
—Sí —responde—. Y justo porque estaba limpio me dio tristeza perderlo un segundo.

Caminamos. Dejo que mi paso busque el suyo, que nuestros ritmos se alineen como dos relojes que se reconocen. No ofrezco frases de póster; ofrezco presencia. La presencia es la manta más antigua del mundo.

—¿Quieres sentarte un momento? —propongo.

Se sienta. Yo, a su lado. No muy cerca, no muy lejos. La distancia que dice “te cuido” sin invadir.

—Hoy te sostengo yo —añado—. Mañana te sostienes sola otra vez. Así es el plan.

Ella suelta el aire por la nariz en una risa que me gusta más que muchas sonrisas. No llora. No se lo pido. A veces contener no es sostener una lágrima: es sostener la pared para que el cuarto no se desarme.

—Gracias —dice—. A veces me siento culpable por necesitarte.

—No necesitas permiso para respirar en mi hombro —respondo—. Estamos aprendiendo a ser nosotros. Nosotros también es un músculo.

El patio baja un grado. O quizá sea el pulso que entiende. Quisiera tocar su mano; no lo hago aún. Me basta saber que, si la acercara, encontraría su calor esperando.

—¿Listos para el panel? —pregunta alguien desde la puerta.

—Listos —decimos, al mismo tiempo.

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Allison

La mesa de “vida pública y cuidado del alma” no se siente tribunal. Quizá porque el moderador ya vivió cosas y no cree en atajos: pregunta para comprender, no para exponer. “¿Se puede amar sin perderse?”, suelta. Pienso en las primeras noches de mi vida adulta, cuando querer y cuidarme estaban peleados; cuando confundía urgencia con destino, miedo con intuición.

—Sí —digo—. Se puede. Pero hay que entrenar la calma y no usar al otro para tapar un hueco. Amar no es rellenar; es acompañar.

Él toma el micrófono después y su voz tiene su banda sonora de siempre: una paz que no se disculpa.

—Yo tuve que desaprender una cosa —dice—: que aguantarlo todo era valentía. No lo es. La verdadera valentía es decir la verdad y protegerla. Y aceptar que la gente opine sin convertir esa opinión en hacernos daño.

✨EL HILO INVISIBLE ✨Where stories live. Discover now