Allison
Los Ángeles no tiene una sola luz. A ciertas horas, la ciudad parece un collar de oro viejo; a otras, un velorio de neón; y por la mañana, cuando el aire todavía está limpio, se vuelve un cuaderno en blanco. Yo camino temprano para encontrar esa página. Dos cuadras desde el hotel hasta la panadería, una taza para llevar, media pieza de pan envuelta “por si acaso”, y la pulsera de tres nudos rozando mi muñeca como quien me toma de la mano por dentro.
Han pasado pocos días desde que dijimos “formalizarlo”. No hubo prensa, hubo certeza. Descubrí que la certeza no hace ruido: ordena los cajones, abre las cortinas, acomoda la respiración. Aun así, el mundo es un teatro que a veces no cierra; hay miradas que quieren entradas gratis. “¿Cuánto durará?”, “¿en serio creen?”, “ella…”—palabras que no me pertenecen y, sin embargo, intentan ponerse mi abrigo.
Enciendo la cámara del canal en la habitación luminosa del hotel. La mesa es pequeña, pero ya aprendió su papel: dos tazas, libreta, vela blanca. Hoy hablo poco. Digo:
—Cuando el amor es nuevo, hay que hablar bajito. Para escucharlo.
Apago y suspiro. Llega un mensaje con horario de ensayos para la cumbre de hoy; talleres con juveniles, una conversación sobre salud mental, y al final, una mesa de “vida pública y cuidado del alma”. Lo leo y siento mi nombre calzando en el día sin costuras. Dejo la taza sobre el alféizar: el vapor dibuja un “todavía” en el cristal. Me río sola.
Más tarde, al cruzar el lobby, alguien me reconoce. “Gracias por ser valiente”, dice. Es un “gracias” honesto, una flor sin tarjeta. La guardo. De camino al recinto, repaso la lista silenciosa que me cuida: uno: estoy. dos: aquí. tres: gracias. Y debajo, en tinta invisible, aún.
El primer taller se llena de ojos jóvenes. Les pido hombros abajo, pies completos en el piso, la barbilla suelta. Hacemos tres respiraciones. “¿Sientes el piso?”, pregunto. Un chico asiente. “¿Sientes tu nombre?”. Sonríe. En una esquina, una madre observa en silencio; me recuerda a la mía cuando finge no llorar en público. Quiero abrazarla con un gesto que no la exponga. Le acerco una taza. Pan y té también es idioma.
Al mediodía, vuelven las notificaciones. Alguien edita un video viejo con voz nueva para sembrar duda. Alguien escribe desde el anonimato, con una precisión que apuñala. Leo dos líneas y cierro. Me digo lo que les digo: “No dialogar con lo que no es amor.” A veces funciona a la primera; hoy me cuesta. El corazón lento, pero firme. A mi costado, el omamori en el bolsillo del saco: tacto de casa.
Más tarde, durante el ensayo general, lo veo. No “aparece”. Está. Su presencia no irrumpe: asienta. Nos saludamos con una inclinación que contiene todas las traducciones posibles de “gracias”. No nos toca el turno de hablar; nos toca el de escuchar. Cumplimos.
Al salir del salón, la tarde se ha vuelto brisa. Él camina a mi lado con esa cadencia que me repara la espalda. No pregunta qué leí en el teléfono. No necesito que lo haga.
—¿Caminamos? —dice, como quien ofrece una escalera cuando la altura marea.
Asiento. Caminamos.
---
Ohtani
Los Ángeles, a ciertas horas, se confunde con un estadio: mucho ruido afuera, quietud adentro si sabes dónde pararte. Aprendí a pararme en la respiración. Hoy la ciudad vibraba en luces nuevas: no de estreno, de claridad. Hay claridad que no hace espectáculo, sólo muestra el camino.
El equipo quiere protegerme, protegernos. Agradezco. Pero la protección que sirve se parece más a una sombra fresca que a un muro. Se lo digo al jefe de prensa: “Dame agua, no armadura.” Se ríe; entiende.
YOU ARE READING
✨EL HILO INVISIBLE ✨
RomanceDicen que el destino tiene su propio lenguaje: una canción en el viento, un reflejo en la ventana, una mirada que aún sin conocerte, te reconoce. Hay encuentros que no buscan suceder, pero la vida -caprichosa- los acomoda en el momento exacto, cuand...
