---
Allison
La tarde fue apagando su brillo con una paciencia de hilo. En el pueblo, las bugambilias bajaban despacio, como si también supieran que el día guardaba un secreto. Habíamos caminado sin reloj: mercado, plaza, el laurel marcando sombras exactas, una esquina donde el pan seguía oliendo a hogar aunque ya no saliera del horno. Lunes nos acompañó hasta la puerta de la posada y se echó como quien entiende que lo que sigue requiere silencio.
Quise hablar y no pude. No por miedo: por gratitud.
La gratitud tiene el tamaño del pecho cuando aprende una verdad y quiere decirla sin romperla.
—Gracias —alcancé a susurrar.
Él asintió. En sus ojos cabía una casa encendida.
Nos quedamos en el patio, bajo un farol que parpadeaba con ritmo de respiración. El aire tenía olor de tierra húmeda y madera tibia. En algún techo cercano, una radio dejó escapar un bolero, bajito, como si alguien hubiera puesto el volumen exacto para que la canción no estorbara a la noche.
—¿Qué sientes? —preguntó Ohtani.
Cerré los ojos un instante.
—Que llegué a un lugar que siempre estuvo —respondí—. Y que no quiero nombrarlo mal.
La respuesta lo tocó. Lo vi. No en el gesto, sino en la quietud. La quietud es una forma de temblor que aprende a sostenerse.
Nos acercamos como llega el agua a la orilla: sin aspavientos, con certeza. No hubo prisa; hubo ritmo. La distancia se volvió una palabra antigua. Cuando nuestras frentes se detuvieron en el mismo aire, el mundo desapareció por un momento, no como huida, sino como acto de misericordia.
—Estoy aquí —dijo.
—Yo también —contesté.
No recuerdo la primera mirada cerrándose ni el segundo exacto en que la noche entendió lo que estaba pasando. Recuerdo, sí, el rumor del laurel encima de nosotros, el farol como una luna doméstica y ese aprendizaje antiguo: el de respirar a la misma altura.
Cuando nuestros labios se encontraron, no sentí fuego: sentí reconocimiento.
No fue un golpe; fue una honda.
Un idioma que ya hablábamos sin saberlo.
El beso no pidió permiso; llegó como llegan las certezas.
No preguntó por el futuro, no dio parte al pasado.
Se limitó a decir: ahora.
Y el ahora se hizo grande.
No sé cuánto duró. La medida fue otra: la del pulso, la del bolero que se volvió paisaje, la del perro que suspiró al pie de la puerta, la de mi nombre pronunciado por dentro sin sonido. Supe, en ese instante, que la ternura y el deseo pueden ser la misma cosa cuando el alma dirige.
Nos separamos apenas, no como distancia, sino como respiración.
—No sabía que podía sentirse así —dije, con una risa que tembló y no se rompió.
—Yo tampoco —respondió—. O quizá lo sabía y lo había olvidado.
El segundo beso fue distinto: más claro.
Como repetir una palabra hasta que se vuelve significado.
No hubo urgencia. Hubo atención.
Atención al temblor que llega como un pájaro al borde de la mesa, a la temperatura del aire, a la manera en que la noche nos guardaba. El deseo no empujó: encendió. Una claridad adentro que no necesitó luz afuera.
—No quiero herir esto con nombres apresurados —dije.
—Ni yo —contestó—. Quiero aprenderlo a tu ritmo.
La promesa no fue promesa: fue cuidado.
Nos quedamos un rato largo diciendo cosas simples y verdaderas: “gracias”, “estoy”, “escucho”. Hablamos de lo que asusta cuando se ama bien: la posibilidad de perder, de fallar, de no saber qué hacer con tanta paz. Y nos reímos —sí, nos reímos— porque había algo de milagro en sentir miedo y, aun así, quedarnos.
YOU ARE READING
✨EL HILO INVISIBLE ✨
RomanceDicen que el destino tiene su propio lenguaje: una canción en el viento, un reflejo en la ventana, una mirada que aún sin conocerte, te reconoce. Hay encuentros que no buscan suceder, pero la vida -caprichosa- los acomoda en el momento exacto, cuand...
